RESUMEN
La conciencia de que el trabajo humano es una participación en la obra deDios, debe llegar —como enseña el Concilio— incluso a los quehaceres más ordinarios. Porque los hombres y mujeres que, mientras procuran el sustento para sí y su familia, realizan su trabajo de forma que resulte provechoso y en servicio de la sociedad, con razón pueden pensar que con su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia».
TODO EL TEXTO
Como dice el Concilio Vaticano II: «Una cosa hay cierta para los creyentes: la actividad humana individual y colectiva o el conjunto ingente de esfuerzos realizados por el hombre a lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de vida, considerado en sí mismo, responde a la voluntad de Dios. Creado el hombre a imagen de Dios, recibió el mandato de gobernar el mundo en justicia y santidad, sometiendo a sí la tierra y cuanto en ella se contiene y de orientar a Dios la propia persona y el universo entero, reconociendo a Dios como Creador de todo, de modo que con el sometimiento de todas las cosas al hombre sea admirable el nombre de Dios en el mundo».
En la palabra de la divina Revelación está inscrita muy profundamente esta verdad fundamental, que el hombre, creado a imagen de Dios, mediante su trabajo participa en la obra del Creador, y según la medida de sus propias posibilidades, en cierto sentido, continúa desarrollándola y la completa, avanzando cada vez más en el descubrimiento de los recursos y de los valores encerrados en todo lo creado. Encontramos esta verdad ya al comienzo mismo de la Sagrada Escritura, en el libro del Génesis, donde la misma obra de la creación está presentada bajo la forma de un «trabajo» realizado por Dios durante los «seis días», para «descansar» el séptimo. Por otra parte, el último libro de la Sagrada Escritura resuena aún con el mismo tono de respeto para la obra que Dios ha realizado a través de su «trabajo» creativo, cuando proclama: «Grandes y estupendas son tus obras, Señor, Dios todopoderoso», análogamente al libro del Génesis, que finaliza la descripción de cada día de la creación con la afirmación: «Y vio Dios ser bueno».
Esta descripción de la creación, que encontramos ya en el primer capítulo del libro del Génesis es, a su vez, en cierto sentido el primer «evangelio del trabajo». Ella demuestra, en efecto, en qué consiste su dignidad; enseña que el hombre, trabajando, debe imitar a Dios, su Creador, porque lleva consigo —él solo— el elemento singular de la semejanza con Él. El hombre tiene que imitar a Dios tanto trabajando como descansando, dado que Dios mismo ha querido presentarle la propia obra creadora bajo la forma del trabajo y del reposo.
Esta obra de Dios en el mundo continúa sin cesar, tal como atestiguan las palabras de Cristo: «Mi Padre sigue obrando todavía ...»; obra con la fuerza creadora, sosteniendo en la existencia al mundo que ha llamado de la nada al ser, y obra con la fuerza salvífica en los corazones de los hombres, a quienes ha destinado desde el principio al «descanso» en unión consigo mismo, en «la casa del Padre». Por lo tanto, el trabajo humano no sólo exige el descanso cada «siete días», sino que además no puede consistir en el mero ejercicio de las fuerzas humanas en una acción exterior; debe dejar un espacio interior, donde el hombre, convirtiéndose cada vez más en lo que por voluntad divina tiene que ser, se va preparando a aquel «descanso» que el Señor reserva a sus siervos y amigos.
La conciencia de que el trabajo humano es una participación en la obra de Dios, debe llegar —como enseña el Concilio— incluso a los quehaceres más ordinarios. Porque los hombres y mujeres que, mientras procuran el sustento para sí y su familia, realizan su trabajo de forma que resulte provechoso y en servicio de la sociedad, con razón pueden pensar que con su trabajo desarrollan la obra del Creador, sirven al bien de sus hermanos y contribuyen de modo personal a que se cumplan los designios de Dios en la historia».
Hace falta, por lo tanto, que esta espiritualidad cristiana del trabajo llegue a ser patrimonio común de todos. Hace falta que, de modo especial en la época actual, la espiritualidad del trabajo demuestre aquella madurez, que requieren las tensiones y las inquietudes de la mente y del corazón: «Los cristianos, lejos de pensar que las conquistas logradas por el hombre se oponen al poder de Dios y que la criatura racional pretende rivalizar con el Creador, están, por el contrario, persuadidos de que las victorias del hombre son signo de la grandeza de Dios y consecuencia de su inefable designio. Cuanto más se acrecienta el poder del hombre, más amplia es su responsabilidad individual y colectiva ... El mensaje cristiano no aparta a los hombres de la edificación del mundo ni los lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que, al contrario, les impone como deber el hacerlo».
La conciencia de que a través del trabajo el hombre participa en la obra de la creación, constituye el móvil más profundo para emprenderlo en varios sectores: «Deben, pues, los fieles —leemos en la Constitución LumenGentium— conocerla naturaleza íntima de todas las criaturas, su valor y su ordenación a la gloria de Dios y, además, deben ayudarse entre sí, también mediante las actividades seculares, para lograr una vida más santa, de suerte que el mundo se impregne del espíritu de Cristo y alcance más eficazmente su fin en la justicia, la caridad y la paz ... Procuren, pues, seriamente, que por su competencia en los asuntos profanos y por su actividad, elevada desde dentro por la gracia de Cristo, los bienes creados se desarrollen... según el plan del Creador y la iluminación de su Verbo, mediante el trabajo humano, la técnica y la cultura civil».
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