RESUMEN
En el trabajo como acto personal, participa el hombre completo: Su cuerpo y espíritu. La Iglesia considera como deber suyo pronunciarse sobre el trabajo bajo el punto de vista de su valor humano y del orden moral.
TODO EL TEXTO
Conviene dedicar la última parte de las presentes reflexiones sobre el tema del trabajo humano, con ocasión del 90 aniversario de la Encíclica Rerum Novarum, a la espiritualidad del trabajo en el sentido cristiano de la expresión. Dado que el trabajo en su aspecto subjetivo es siempre una acción personal, actus personae, se sigue necesariamente que en él participa
el hombre completo, su cuerpo y su espíritu, independientemente del hecho de que sea un trabajo manual o intelectual. Al hombre entero se dirige también la Palabra del Dios vivo, el mensaje evangélico de la salvación, en el que encontramos muchos contenidos —como luces particulares— dedicados al trabajo humano.
Ahora bien, es necesaria una adecuada asimilación de estos contenidos; hace falta el esfuerzo interior del espíritu humano, guiado por la fe, la esperanza y la caridad, con el fin de dar al trabajo del hombre concreto, con la ayuda de estos contenidos, aquel significado que el trabajo tiene ante los ojos de Dios, y mediante el cual entra en la obra de la salvación al igual que sus tramas y componentes ordinarios, que son al mismo tiempo particularmente importantes.
Si la Iglesia considera como deber suyo pronunciarse sobre el trabajo bajo el punto de vista de su valor humano y del orden moral, en el cual se encuadra, reconociendo en esto una tarea específica importante en el servicio que hace al mensaje evangélico completo, contemporáneamente ella ve un deber suyo particular en la formación de una espiritualidad del trabajo, que ayude a todos los hombres a acercarse a través de él a Dios, Creador y Redentor, a participar en sus planes salvíficos respecto al hombre y al mundo, y a profundizar en sus vidas la amistad con Cristo, asumiendo mediante la fe una viva participación en su triple misión de Sacerdote, Profeta y Rey, tal como lo enseña con expresiones admirables el Concilio Vaticano II.
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