En
Europa (en el centro y en el norte: Austria, Bélgica, Alemania e Irlanda) se ven
muchos grupos de sacerdotes que firman “llamados a la desobediencia”,
manifestando posturas muy críticas con respecto a la línea romana sobre temas
como la sexualidad, la comunión de los divorciados que se han vuelto a casar, el
celibato sacerdotal, el sacerdocio femenino, el papel de los laicos en la
Iglesia... En cambio, en los Estados Unidos lo que provoca discusión es la
intervención de la Congregación para la Doctrina de la Fe en el caso de la
Leadership Conference of Women Religious (LCWR), la organización que agrupa la
mayor parte de las Superioras mayores de las congregaciones de las monjas
estadounidenses, que ahora se encuentran bajo vigilancia por sus posiciones, que
no siguen la línea de la Iglesia, sobre temas como el aborto, la homosexualidad
y el sacerdocio.
Existen “cismas” silenciosos en curso, que los medios
(necesariamente y, a menudo, sin piedad) indican, contribuyendo a minar la
imagen de una Iglesia siempre triunfal. “Cismas” que no pueden despacharse
fácilmente, como si fueran contestaciones post-conciliares de las viejas franjas
progresistas que se están extinguiendo.
Ante lo que está sucediendo,
asistimos a las dificultades de los obispos a la hora de afrontar y “gobernar”
estas situaciones, con la esperanza de que “intervenga Roma” en la cuestión. Por
otra parte, no se pueden negar las dificultades que implica el hecho de discutir
verdaderamente las cuestiones que plantean los disidentes en un debate abierto.
Un ejemplo de cómo se pueden afrontar estas cuestiones sería el pasaje
de la homilía de la Misa Crismal que Benedicto XVI dedicó a la protesta de los
religiosos austriacos, al hablar de su petición para discutir el sacerdoxio
femenino. El Papa intervino planteando preguntas sobre el significado de seguir
la voluntad de Cristo. El “método” adoptado (que también ha sido el que ha
caracterizado los “diálogos doctrinales” con la Fraternidad San Pío X) ha sido
el de no renunciar, a pesar de tener el papel de la “fortaleza” y autoridad
suprema de la Iglesia, a ofrecer las razones profundas que subyacen bajo ciertas
posturas doctrinales, con un lenguaje adecuado a la época.
Bendicto XVI
es un Papa que condujo el dicasterio doctrinal y tuvo que ver cotidianamente con
todos los problemas antes expuestos. Así se expresaba, mucho antes de que le
llamara a Roma Juan Pablo II, sobre estas cuestiones: «El magisterio eclesial
protege la fe de los simples, de los que no escriben libros, de los que no
hablan en la televisión y de los que no pueden escribir editoriales en los
periódicos: esta es su tarea democrática. Debe dar voz a los que no tienen voz».
«No son los doctos –dijo en una homilía de diciembre de 1979– los que
determinan lo que es verdadero en la fe bautismal, sino que la fe bautismal
determina lo que es válido en las interpretaciones doctas. No son los
intelectuales los que miden a los simples, sino los simples quienes miden a los
intelectuales. No son las explicaciones intelectuales la medida de la profesión
de fe bautismal, sino que la profesión de fe bautismal, en su ingenua
literalidad, es la medida de toda la teología. El bautizado, el que está en la
fe del bautismo, no necesita ser amaestrado. Ha recibido la verdad decisiva y la
lleva consigo con la fe misma...».
En la misma homilía, el entonces
cardenal Ratzinger añadía: «Debería finalmente quedar claro que decir que la
opinión de alguien no corresponde con la doctrina de la Iglesia católica no
significa violar los derechos humanos. Cada quien debe tener el derecho
fundamental de formarse y de expresar libremente la propia opinión. La Iglesia,
con el Concilio Vaticano II, se declaró abiertamente a favor de ello y lo sigue
estando todavía. Pero no significa que cualquier opinión externa tiene que ser
reconocida como si fuera católica. Cada quien debe poder expresarse como quiere
y como puede ante la propia consciencia. La Iglesia debe poder decir a sus
fieles cuáles opiniones corresponden con su fe y cuáles no. Este es un derecho y
un deber, para que el Sí sea siempre un Sí, y el No, No, y se preserve esa
claridad que la Iglesia debe tener para con sus fieles y para con el mundo».
A la luz de estas palabras se puede entender mejor por qué Benedicto XVI
quiso instituir un nuevo dicasterio que se dedique a la Nueva Evangelización y
que haya proclamado el Año de la Fe. El llamado para volver a la esencia de la
fe bautismal, cuyo “a-b-c” se ignora a menudo (incluso en el corazón de esa
Europa que fue cristiana) el Papa Ratzinger lo considera una cuestión urgente.
Pero sería erróneo juzgar que este llamado sea solo para “reprochar” una cierta
disidencia. De hecho, se trata de un llamado mucho más amplio y profundo, que
debería provocar una reflexión incluso sobre ese mundo eclesiástico que sigue
fielmente la línea del Pontificado.
Indicar la urgencia del anuncio de
la fe y de la profundización de sus contenidos, tendría que persuadir a tantos
religiosos de no dedicarse tanto y tan de cerca a la política, a las posiciones,
a los nombramientos en los entes públicos, a los medios de comunicación y a
hacer declaraciones (a menudo o casi siempre) sobre temas sobre los que podrían
expresarse con mayor libertad los laicos católicos. Uno de los frutos esperados
del Concilio Vaticano II, que comenzó hace 50 años, es justamente el papel de
los laicos en la Iglesia.
Y no está de más observar que justamente el
decreto sobre este papel, “Apostolicam actuositatem”, se revela, a medio siglo
de distancia, muy poco practicado en la vida eclesial, ante el surgimiento en
diferentes países de un neo-clericalismo que parece considerar a los laicos como
el “brazo secular” de una jerarquía que dirige todo o que pretende dirigir todo,
incluso más allá de los ámbitos que le competen.
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