EL NICAN MOPOHUA RELATA, EN FORMA VÍVIDA Y POÉTICA LOS HECHOS QUE ACONTECIERON EN EL CERRO DEL TEPEYAC, EN LA IGLESIA DE TLATELOLCO Y EN LA CASA DEL OBISPO DE MÉXICO, ENTRE EL 9 Y EL 12 DE DICIEMBRE DE 1531, Y DE CINCO APARICIONES DE LA VIRGEN DE GUADALUPE. LAS PRIMERAS TRES SÓLO A JUAN DIEGO EN EL TEPEYAC, LA CUARTA ANTE EL OBISPO ZUMÁRRAGA Y CUANTOS ESTABAN JUNTO A ÉL, AL DESPLEGARSE EL AYATE DEL INDIO, Y FINALMENTE, UNA A JUAN BERNARDINO, EN LA CUAL DICE SU NOMBRE: SANTA MARÍA DE GUADALUPE.
se mostró la perfecta doncella.
Santa María, madrecita de Dios,
nuestra noble señora,
allá en Tepeyácac, Nariz del monte,
que se dice Guadalupe.
Primero se mostró a un hombrecillo,
de nombre Juan Diego.
Luego apareció su imagen preciosa
ante el recién electo obispo
don fray Juan de Zumárraga,
y [también se relatan] todas las maravillas
que ha hecho.
Y a diez años
de que fue conquistada el agua, el monte,
la ciudad de México,
ya reposó la flecha, el escudo,
por todas partes estaban en paz
en los varios pueblos.
No ya sólo brotó,
ya verdea, abre su corola
la creencia, el conocimiento
del Dador de la Vida, verdadero Dios.
Entonces, en el año 1531,
pasados algunos días
del mes de diciembre, sucedió.
Había un hombrecillo, un pobrecillo,
su nombre era Juan Diego.
Se dice que tenía su casa en Cuauhtitlán.
Y en cuanto a las cosas divinas,
aún todo pertenecía a Tlatelolco.
Y era sábado,
todavía muy de mañana,
venía en seguimiento de las cosas divinas
y de todo lo que estaba mandado.
Y vino a acercarse al cerrito,
donde se llama Tepeyácac,
ya relucía el alba en la tierra.
Allí escuchó: cantaban sobre el cerrito,
era como el canto de variadas aves preciosas.
Al interrumpir sus voces,
como que el cerro les respondía.
Muy suaves, placenteros,
sus cantos aventajaban a los del pájaro cascabel,
del tzinitzcan y otras aves preciosas que cantan.
Se detuvo Juan Diego,
se dijo:
¿Es acaso merecimiento mío
lo que escucho?
¿Tal vez estoy sólo soñando?
¿Acaso sólo me levanto del sueño?
¿Dónde estoy?
¿Dónde me veo?
¿Tal vez allá,
donde dejaron dicho los ancianos,
nuestros antepasados, nuestros abuelos,
en la Tierra florida, Xochitlalpan,
en la Tierra de nuestro sustento, Tonacatlalpan,
tal vez allá en la Tierra celeste, Ilhuicatlalpan?
Hacia allá estaba mirando,
hacia lo alto del cerrito,
hacia donde sale el sol,
hacia allá, de donde venía
el precioso canto celeste.
cesó el canto,
dejó de escucharse.
Ya entonces oyó,
era llamado
de arriba del cerrito.
Le decían: Juanito, Juan Dieguito.
Luego ya se atrevió,
así irá a allá,
donde era llamado.
Nada inquietó su corazón,
ni con esto se alteró,
sino que mucho se alegró,
se regocijó.
Fue a subir al cerrito,
allá va a ver donde lo llamaban.
Y cuando llegó
a la cumbre del cerrito,
contempló a una noble señora.
que allí estaba de pie.
Ella lo llamó,
para que fuera a su lado.
Y cuando llegó a su presencia,
mucho le maravilló
cómo sobrepasaba
toda admirable perfección.
Su vestido,
como el sol resplandecía,
así brillaba.
Y las piedras y rocas
sobre las que estaba
flechaban su resplandor
como de jades preciosos,
cual joyeles relucían.
Como resplandores de arco iris
reverberaba la tierra.
Y los mezquites, los nopales
y las demás variadas yerbitas
que allí se dan,
se veían como plumajes de quetzal,
como turquesas aparecía su follaje,
y su tronco, sus espinas, sus espinitas,
relucían como el oro.
Delante de ella se inclinó,
escuchó
su reverenciado aliento, su reverenciada palabra,
en extremo afable,
muy noble,
como que lo atraía,
le mostraba amor.
Le dijo ella:
Escucha, hijo mío, el más pequeño,
Juanito, ¿a dónde vas?
Y él le respondió:
Señora mía, noble señora,
mi muchachita,
me acercaré allá, a tu reverenciada casa
de México Tlatelolco,
voy a seguir las cosas divinas,
las que nos entregan,
nos enseñan
los que son imagen del Señor,
el Señor Nuestro, nuestros sacerdotes.
En seguida así le habla ella,
le muestra su preciosa voluntad,
le dice:
Sábelo,
que esté así tu corazón,
hijo mío, el más pequeño,
en verdad soy yo
la en todo siempre doncella,
Santa María,
su madrecita de él, Dios Verdadero,
Dador de la vida, Ipalnemohuani,
Inventor de la gente, Teyocoyani,
Dueño del cerca y del junto, Tloque Nahuaque,
Dueño de los cielos, Ilhuicahua,
Dueño de la superficie terrestre, Tlalticpaque.
Mucho quiero yo,
mucho así lo deseo
que aquí me levanten
mi casita divina,
donde mostraré,
haré patente,
entregaré a las gentes
todo mi amor;
mi mirada compasiva,
mi ayuda, mi protección.
Porque, en verdad, yo soy
vuestra madrecita compasiva,
tuya y de todos los hombres
que vivís juntos en esta tierra
y también de todas las demás gentes,
las que me amen,
las que me llamen, me busquen,
confíen en mí.
Allí en verdad oiré
su llanto, su pesar,
así yo enderezaré,
remediaré todas sus varias necesidades,
sus miserias, sus pesares.
Y para que sea realidad lo que pienso,
lo que es mi mirada compasiva,
ve allá al palacio
del obispo de México.
Y le dirás cómo te envío
para que le muestres
cómo mucho deseo
que aquí se me haga una casa,
se me levante mi casa divina en el llano.
Bien le contarás
todo cuanto viste,
lo que te ha admirado,
y lo que oíste.
Y que así esté tu corazón,
porque bien lo agradeceré,
lo compensaré,
en verdad así te daré en abundancia,
te enalteceré.
Y mucho allí merecerás,
así yo te recompensaré
por tu fatiga, tu trabajo,
con que irás a cumplir
a lo que yo te envío.
Ya escuchaste, hijo mío el más pequeño,
mi aliento, mi palabra.
Ve ya,
hazlo con todo tu esfuerzo.
Luego él ante ella se postró,
le dijo:
Señora mía, noble señora,
en verdad ya voy, cumpliré
tu reverenciado aliento, tu reverenciada palabra.
Así pues ahora te dejo,
yo tu pobre servidor.
Luego vino a bajar
para ir a cumplir su encargo,
vino a encontrar la calzada
que va derecho a México.
Cuando llegó al interior de la ciudad,
luego se fue derecho al palacio del obispo,
el cual hacía poco había llegado,
el gobernante de los sacerdotes,
su nombre era don fray Juan de Zumárraga,
sacerdote de San Francisco.
Y fue a cercarse,
luego trata de verlo,
suplica a los que le sirven,
a sus criados,
que vayan a decirle.
Ya un poco se hizo larga la espera.
Vienen a llamarlo,
ya lo dispuso el que gobierna, obispo,
así entrará.
Y ya entró,
en seguida ante él se pone de rodillas,
se inclina.
Luego ya le hace manifiesto,
le comunica
su reverenciado aliento, su reverenciada palabra
de la noble señora del cielo,
lo que es su mensaje.
También le refiere
todo lo que le había maravillado,
lo que vió, lo que escuchó.
Pero el obispo cuando oyó todo su relato,
su mensaje,
como que no le pareció muy verdadero.
Le respondió el obispo, le dijo:
Hijo mío, otra vez vendrás,
más despacio te escucharé,
así desde el comienzo veré,
pensaré qué te ha traído,
lo que es tu voluntad,
lo que es tu deseo.
II
Salió, se fue triste,
porque no en seguida se cumplió
lo que era su mensaje.
Después fue a regresar,
cuando ya se había completado el día,
allá se fue derecho
a lo alto del cerrito.
Y llegó delante de ella,
la noble señora celeste,
allí donde la primera vez se le hizo visible,
allí lo estaba aguardando.
Y cuando así la vio,
ante ella se inclinó,
se humilló hasta el suelo,
le dijo:
Mi señora, señora, noble señora,
hija mía la más pequeña, mi muchachita,
ya fui allá,
a donde me enviaste como mensajero,
en verdad fui a que se cumpliera
tu reverenciado aliento, tu reverenciada palabra,
Aún cuando con mucha dificultad, entré
allá donde es su lugar de estar,
del que manda a los sacerdotes,
en verdad lo vi,
en verdad ante él expuse
tu reverenciado aliento tu reverenciada palabra, como tú me lo mandaste.
Me recibió él con agrado,
y con atención escuchó
pero así me respondió
como que su corazón no lo reconoció,
no lo tuvo por verdad.
Me dijo:
Otra vez vendrás,
así despacio te escucharé,
así podré ver desde el comienzo
por qué has venido,
lo que es tu deseo,
lo que es tu voluntad.
De eso pude ver,
del modo como me respondió,
que en verdad piensa él
que tu reverenciada casa divina,
que quieres que aquí te hagan,
tal vez yo sólo la he inventado,
tal vez no viene de tus reverenciados labios.
Por esto, mucho te ruego,
señora mía, noble señora, mi muchachita,
que a alguno de los preciosos nobles,
los conocidos, reverenciados, honrados,
así le encargues
que lleve, que conduzca
tu reverenciado aliento, tu reverenciada palabra,
para que así sea creída.
En verdad yo soy un infeliz jornalero,
sólo soy como la cuerda de los cargadores,
en verdad soy angarilla,
sólo soy cola, soy ala,
soy llevado a cuestas, soy una carga,
en verdad no es lugar donde yo ando,
no es lugar donde yo me detengo,
allá a donde tú me envías,
mi muchachita, mi hija la más pequeña,
señora, noble señora.
Por favor, perdóname,
daré pena con esto a tu rostro, a tu corazón,
iré, caeré
en tu enojo, en tu cólera,
señora, señora mía.
Así le respondió la perfecta,
admirable doncella:
Escucha, tú el más pequeño de mis hijos,
que así lo comprenda tu corazón,
no son gente de rango mis servidores,
mis mensajeros,
a quienes yo podré encargar
que lleven mi aliento, mi palabra,
los que podrán hacer se cumpla mi voluntad.
Pero es muy necesario
que tú vayas,
abogues por esto,
gracias a ti se realice,
se cumpla mi querer, mi voluntad.
Y mucho te pido,
hijo mío, el más pequeño,
y mucho te mando
que, una vez más, vayas mañana,
vayas a ver al obispo.
Y de mi parte haz que sepa,
haz que oiga bien
lo que es mi querer,
lo que es mi voluntad,
para que cumpla,
edifique mi casa divina,
la que yo le pido.
Y, una vez más dile
cómo yo,
la siempre doncella Santa María,
yo, su madrecita de Teotl Dios,
a ti como mensajero te envío.
Y Juan Diego le respondió,
le dijo:
Señora mía, noble señora, muchachita mía,
no disguste yo
a tu rostro, a tu corazón.
En verdad, de corazón iré,
marcharé para que se cumpla
tu reverenciado aliento, tu reverenciada palabra.
En verdad no lo abandonaré
ni tengo por penoso el camino.
Iré ya,
a cumplir tu voluntad,
sólo que tal vez no seré oído
y, si fuere escuchado,
quizá no seré creído.
Pero en verdad, mañana,
ya de tarde,
ya puesto el sol,
vendré a devolverte
tu reverenciado aliento, tu reverenciada palabra,
lo que me responderá
el que gobierna a los sacerdotes.
Ya te dejo, hija mía la más pequeña,
mi muchachita, señora, noble señora,
que así pues descanses.
III
Y luego él se fue a reposar a su casa.
Y ya el día siguiente,
domingo, todavía un poco de noche,
estaba oscuro,
de allá salió, de su casa,
vino derecho a Tlatelolco,
vino a aprender las cosas divinas
y a ser contado en la lista.
Luego ya verá al que gobierna a los sacerdotes.
Y tal vez a las diez
había terminado,
así ya había oído misa,
y fue contado en la lista,
y toda la gente se había ido.
Pero él, Juan Diego,
luego va al palacio,
su casa, del que gobierna, obispo.
Y cuando llegó,
puso todo su empeño en verlo,
y, con mucha dificultad,
otra vez lo vio.
Junto a sus pies se arrodilló.
Llora, se aflige, así le habla,
así le manifiesta
el reverenciado aliento, la reverenciada palabra,
de la noble señora celeste.
Acaso no será creído el mensaje,
la voluntad
de la que es en todo doncella,
que le hagan su casa divina
donde ella lo había dicho,
donde ella lo quería.
Más el que gobierna, obispo,
muchas cosas así le preguntó
e inquirió,
para de este modo enterarse
dónde la vio, cómo era.
Todo se lo refirió al que gobierna, obispo.
Pero, aunque todo se lo hizo manifiesto,
cómo era y todo lo que vio,
lo que admiró,
que en verdad así aparece
la que es ella la en todo doncella,
la admirable, reverenciada madre,
del que nos liberó, Señor Nuestro Jesucristo,
sin embargo, no luego se cumplió su deseo.
Dijo el obispo que no sólo por la palabra,
la petición de él, Juan Diego, se hará,
se cumplirá lo que pidió.
Todavía se necesitaba alguna señal
para que bien pudiera ser creído
cómo a él lo enviaba como mensajero
la noble señora celeste.
Y así que lo escuchó Juan Diego,
luego le dijo al obispo:
Señor, tú que gobiernas,
mira cuál será
la señal que tú pides,
que en verdad iré luego,
iré a pedírsela a la noble señora celeste,
la que a mí me envió.
Y como vio el obispo
que él tenía ello por verdad,
porque en nada dudaba, vacilaba,
luego lo hizo irse.
Y cuando ya se va,
en seguida manda el obispo
a algunas de las gentes de su casa,
en las que bien confía,
que lo vayan a seguir,
que vean bien hacia dónde va,
y a quién mira,
con quién habla.
Así se hizo.
Y Juan Diego en seguida se fue derecho,
siguió la calzada.
Pero los que iban tras él,
allí donde se abre la barranca,
junto al Tepeyácac,
en el puente de tablas,
vinieron a perderlo.
Aunque por todas partes lo buscaron,
en ninguna parte lo vieron.
Así vinieron a regresarse,
no sólo porque con esto mucho se cansaron,
sino también porque él los disgustó,
les causó enojo.
Así fueron a decírselo al que gobierna, obispo.
Le fueron a exponer que no le creyera,
le dijeron que sólo contaba mentiras,
sólo inventaba eso que venía a decirle,
o que sólo soñó,
sólo sacó del sueño,
eso que le decía,
eso que le pedía.
Y así le dijeron que,
si una vez más venía,
regresaba,
luego lo atraparían
y con fuerza lo apresarían,
para que ya no otra vez mintiera,
inquietara a la gente.
El día siguiente, lunes,
cuando tenía que llevar Juan Diego
alguna señal para ser creído,
no vino a regresar.
Porque, cuando fue a acercarse a su casa,
a un tío suyo, de nombre Juan Bernardino,
se le puso la enfermedad,
ya estaba al cabo.
Aún fue a llamar al médico,
todavía se ocupó de él,
pero ya no era tiempo,
pues ya estaba al cabo.
Y cuando ya era de noche,
le rogó su tío que todavía de madrugada,
aún a oscuras, saliera,
fuera a llamar allá en Tlatelolco,
a alguno de los sacerdotes,
para que viniera a confesarlo
y a dejarlo preparado.
Porque eso ya estaba en su corazón,
que en verdad ya era tiempo,
que ya entonces moriría,
porque ya no se levantaría,
ya no sanaría.
Y el martes,
cuando todavía estaba muy oscuro,
entonces salió de su casa Juan Diego,
llamará al sacerdote
allá en Tlatelolco.
Y vino a acercarse al cerrito,
al pie del Tepeyácac,
donde sale el camino
hacia donde se pone sol,
por allá donde antes había salido.
Dijo:
Si sigo derecho el camino,
no sea que venga a verme la noble señora,
porque me detendrá como antes,
para que lleve la señal
al sacerdote que gobierna,
según me lo ordenó.
Que antes nos deje nuestra aflicción
que así llame yo al sacerdote
al que el pobre de mi tío
nada más está aguardando.
Luego rodeó el cerro,
por en medio subió y de allí,
por una parte,
vino a pasar hacia donde sale el sol.
Así, de prisa, iba a acercarse a México,
así no lo detendría
la noble señora celeste.
Piensa él que allí donde dio vuelta,
no podrá verlo
la que bien a todas partes ve.
Contempló él cómo vino a descender ella
de la cumbre del cerrito.
Desde allí lo había estado mirando,
desde allí donde antes lo vio.
Vino a encontrarse con él
a un costado del cerro,
vino a atajarlo,
le dijo:
Hijo mío el más pequeño,
¿a dónde vas,
a dónde te encaminas?
Pero él, ¿acaso un poco se perturbó?
¿O acaso tuvo vergüenza?
¿O tal vez se asustó, se espantó?
Ante ella se postró,
la saludó, le dijo:
Muchachita mía, hija mía la más pequeña,
noble señora, que estés contenta,
¿cómo te amaneció?
¿Sientes bien tu precioso cuerpecito,
señora mía, reverenciada hija mía?
Daré aflicción a tu rostro, a tu corazón.
Sabe, muchachita mía,
que está ya al cabo
un servidor tuyo, mi tío.
Grave enfermedad se le ha puesto,
porque en verdad por ella pronto morirá.
Y así pues me iré con prisa
a tu reverenciada casa de México,
llamaré a uno de los amados del Señor Nuestro,
a uno de nuestros sacerdotes,
que vaya a confesarlo
y a dejarlo preparado,
porque en verdad para esto nacimos,
hemos venido a esperar
el trabajo de nuestra muerte.
Pero si voy a hacer esto,
luego otra vez volveré acá.
Así iré,
llevaré
tu reverenciado aliento, tu reverenciada palabra,
señora, muchachita mía.
Perdóname,
todavía tenme paciencia,
porque no me burlo de ti,
hija mía, la más pequeña,
hijita mía, mañana mismo vendré de prisa.
Así que oyó
la palabra de Juan Diego
le respondió la compasiva,
del todo doncella:
Escucha,
que así esté en tu corazón,
hijo mío, el más pequeño,
nada es lo que te hace temer,
lo que te aflige.
Que no se perturbe
tu rostro, tu corazón,
no temas esta enfermedad
ni otra cualquier enfermedad,
que aflige, que agobia.
¿Acaso no estoy aquí,
yo que soy tu madrecita?
¿Acaso no estás bajo mi sombra,
y en resguardo?
¿Acaso no soy la razón de tu alegría?
¿No estás en mi regazo,
en donde yo te protejo?
¿Acaso todavía te hace falta algo?
Que ya no te aflija cosa alguna,
que no te inquiete,
que no te acongoje
la enfermedad de tu tío.
En verdad no morirá ahora por ella.
Esté en tu corazón que él ya sanó.
Y luego entonces se curó su tío,
como así luego se supo.
Y Juan Diego, al escuchar
el reverenciado aliento, la reverenciada palabra
de la noble señora celeste,
mucho se tranquilizó en su corazón,
su corazón se calmó.
Y le rogó entonces
que lo enviara como mensajero,
para que viera al que gobierna, obispo,
y le llevara su señal, su testimonio,
para que él le crea.
Y la noble señora celeste
luego le ordenó
que subiera a la cumbre del cerrito,
allí donde él la había visto antes.
Le dijo:
Sube, tú el más pequeño de mis hijos,
a la cumbre del cerrito
y allí donde tú me viste
y donde te di mi mandato,
allí verás
extendidas flores variadas.
Córtalas, júntalas,
ponlas todas juntas,
baja en seguida,
tráelas aquí delante de mí.
Y luego Juan Diego
subió al cerrito
y cuando llegó a su cumbre,
mucho se maravilló
de cuántas flores allí se extendían,
tenían abiertas sus corolas,
variadas flores preciosas, como las de Castilla,
no siendo aún su tiempo de darse.
Porque era entonces
cuando arreciaba el hielo.
Las flores eran muy olorosas,
eran como perlas preciosas,
henchidas del rocío de la noche.
En seguida comenzó a cortarlas,
todas las vino a juntar
en el hueco de su tilma.
Pero allá en la cumbre del cerrito
no se daban ningunas flores,
porque es pedregoso,
hay abrojos, plantas con espinas,
nopaleras, abundancia de mezquites.
Y si algunas hierbas pequeñas allá se dan,
entonces en el mes de diciembre
todo lo come,
lo echa a perder el hielo.
Y luego vino a bajar,
vino a traerle a la noble señora celeste
las variadas flores que había ido a cortar.
Y cuando ella las vio,
con sus reverenciadas manos las cogió.
Luego las puso de nuevo
en el hueco de la tilma de Juan Diego,
y le dijo:
Hijo mío, el más pequeño,
estas variadas flores son la prueba,
la señal que llevarás al obispo.
De parte mía le dirás
que con esto vea lo que es mi voluntad
y que con esto cumpla mi querer,
lo que es mi deseo.
Y tú, tú eres mi mensajero,
en ti está la confianza.
Y bien mucho te ordeno
que únicamente a solas, ante el obispo,
extiendas tu tilma
y le muestres lo que llevas.
y todo le referirás,
le dirás cómo te ordené
que subieras a la cumbre del cerrito,
fueras a cortar las flores
y todo lo que tú viste,
lo que tú admiraste.
Así tú convencerás en su corazón
al que es gobernante de los sacerdotes,
así luego él dispondrá
que se haga,
se levante mi casa divina,
la que le he pedido.
IV
Y cuando ya le dio su orden
la noble señora celeste,
vino él siguiendo en derechura
la calzada de México,
ya está contento,
ya está calmado su corazón,
porque va a salir bien,
bien llevará las flores.
Va cuidando mucho
lo que viene en el hueco de su tilma,
no sea que algo se le caiga.
Lo alegra el aroma
de las variadas flores preciosas.
Cuando llegó
al palacio del obispo,
los fueron a encontrar el que cuida su casa
y los otros servidores del sacerdote que gobierna.
él les pidió que le dijeran
que quería él verlo,
pero ninguno de ellos quiso.
No querían escucharlo
o quizás era aún de madrugada.
O tal vez ya lo reconocían,
sólo los molestaba,
como que se les colgaba.
Y ya les habían hablado sus compañeros,
los que fueron a perderlo de vista
cuando habían ido a seguirlo.
Por largo tiempo
estuvo él esperando la palabra.
Y vieron ellos que mucho tiempo
allí estuvo de pie,
estuvo con la cabeza baja,
estuvo sin hacer nada,
por si tal vez fuera llamado.
Y como que venía trayendo algo
que estaba en el hueco de su tilma,
luego ya se le acercaron,
para ver qué es lo que traía
y satisfacer así su corazón.
Y vio Juan Diego
que no podía ocultarles
eso que llevaba,
y que por ello lo afligirían,
le darían de empellones,
o tal vez lo golpearían,
un poco les mostró que eran flores.
Y al ver que todas
eran variadas flores como las de Castilla.
y como no era tiempo de que se dieran,
mucho se admiraron
de que estaban muy frescas,
con sus corolas abiertas,
así olorosas, preciosas.
Y tuvieron deseo
de coger algunas pocas,
sacarlas.
Y tres veces fue
que se atrevieron a tomarlas,
aunque nada realmente sucedió.
Porque cuando trataban de hacerlo,
ya no veían las flores,
sólo como una pintura o un bordado,
o algo que estuviera cosido,
así lo veían en la tilma.
En seguida fueron a decirle
al que gobierna, obispo,
lo que habían contemplado,
y cómo quería verlo
el hombrecillo que otras veces había venido,
y que ya llevaba largo rato
en espera de la palabra
pues quería verlo.
Y el que gobierna, obispo,
así como escuchó esto,
tuvo ya en su corazón
que ésa era su señal,
con la que quería acercarse a su corazón,
para que él llevara a cabo
el en cargo en que andaba el hombrecillo.
Luego ordenó
que entrara, lo verá.
Y entró, se inclinó ante él,
como antes lo había hecho.
Y una vez más le refirió
todo lo que había visto,
lo que había admirado y su mensaje.
Le dijo:
Señor mío, tú que gobiernas,
en verdad ya hice,
ya cumplí según tú me ordenaste.
Así fui a decirle a la señora, mi señora,
la noble señora celeste, Santa María,
su preciosa madrecita de Dios,
que tú pedías una señal
para creerme,
así le harías su casa divina
allá donde ella te pedía
que la construyeras.
Y le dije
que yo te había dado mi palabra
de que te traería alguna señal,
un testimonio de su reverenciada voluntad,
según en mi mano tú lo dejaste.
Y ella escuchó bien
tu reverenciado aliento, tu reverenciada palabra,
y recibió con alegría lo que tú pedías,
la señal suya,
el testimonio para que se haga,
se cumpla su voluntad.
Y hoy, todavía de nochecita,
me ordenó que, una vez más,
viniera a verte.
Y yo le pedí su señal
para ser creído,
como me dijo que me la daría,
y en seguida lo cumplió.
Y me envió a la cumbre del cerrito,
en donde antes yo la vi,
para que allí cortara
flores como las de Castilla.
Y yo las fui a cortar,
las llevé luego abajo.
Y ella con sus reverenciadas manos las cogió.
Luego las puso en el hueco de mi tilma,
para que a ti te las trajera,
te las viniera a entregar.
Aunque yo sabía
que no es lugar donde se dan las flores
la cumbre del cerrito,
porque sólo es pedregoso,
hay abrojos, plantas espinosas,
nopales silvestres, mezquites,
no por esto dudé,
no por esto titubeé.
Fui a acercarme a la cumbre del cerrito,
vi que era la Tierra florida,
allí habían brotado variadas flores,
como las rosas de Castilla,
resplandescientes de rocío,
así luego las fui a cortar.
Y me dijo ella
que de parte suya te las diera,
y así yo cumpliría
para que tú vieras
la señal que pides.
De este modo cumplirás
lo que es su reverenciada voluntad
y así aparezca es verdad
mi palabra, mi mensaje.
Aquí están, recíbelas.
Y extendió luego su blanca tilma
en cuyo hueco estaban las flores.
Y al caer al suelo
las variadas flores como las de Castilla,
allí en su tilma quedó la señal,
apareció la preciosa imagen
de la en todo doncella Santa María,
su madrecita de Dios,
tal como hoy se halla,
allí ahora se guarda,
en su preciosa casita,
en su templecito,
en Tepeyácac, donde se dice Guadalupe.
Y cuando la contempló el que gobierna, obispo,
y también todos los que allí estaban,
se arrodillaron, mucho la admiraron.
Se levantaron para verla,
se conmovieron, se afligió su corazón,
como que se elevó su corazón, su pensamiento.
Y el que gobierna, obispo,
con lágrimas, con pesar,
le suplicó,
le pidió lo perdonara
por no haber cumplido luego
su reverenciada voluntad,
su reverenciado aliento, su reverenciada palabra.
Y el obispo se levantó,
desató del cuello, de donde estaba colgada,
la vestidura, la tilma de Juan Diego,
en la que se mostró,
en donde se volvió reverenciada señal
la noble señora celeste.
Y luego la llevó allá,
fue a colocarla en su oratorio.
Y allí todavía un día entero
estuvo Juan Diego,
en la casa del obispo,
quien hizo se quedara allí.
Y al día siguiente, le dijo:
Anda, para que tú muestres
dónde es la reverenciada voluntad
de la noble señora celeste
que se le levante su templo.
En seguida se dio orden
de hacerla, levantarla.
Pero Juan diego cuando ya mostró
dónde había ordenado
la noble señora celeste
que se le levantara su templo,
luego manifestó
que quería acercarse a su casa,
ir a ver a su tío Bernardino,
que se hallaba muy mal cuando lo dejó,
y había ido a llamar a uno de los sacerdotes,
allá a Tlatelolco,
para que lo confesara,
lo fuera a disponer,
de quien la noble señora celeste
le había dicho que ya estaba curado.
Y no sólo lo dejaron que fuera,
sino que lo acompañaron allá a su casa.
Y cuando ya llegaron,
vieron a su reverenciado tío
que estaba muy bien,
nada le afligía.
Y él mucho se maravilló
de que sobrino viniera acompañado
con muchos honores.
Preguntó a su sobrino
por qué ocurría
que tanto lo honraban.
Y él le dijo
que cuando fue allá
a llamar a un sacerdote,
que lo confesara, lo dejara dispuesto,
allá en el Tepeyácac
se le apareció la noble señora celeste
y lo envió a México,
a que fuera a ver al gobernante obispo
para que le edificara su casa en el Tepeyácac.
Y que ella le dijo que no se afligiera
porque ya estaba él curado,
y con esto mucho se tranquilizó su corazón.
Su tío le dijo que era verdad,
que entonces ella lo curó
y que la contempló
de la misma forma
como se había aparecido a su sobrino.
Y le dijo
cómo también a él lo envió a México
para que viera al obispo.
Y también que, cuando fuera a verlo,
todo se lo manifestara,
le dijera lo que había contemplado
y el modo maravilloso como lo había curado
y que así la llamara,
así se nombrara,
la del todo doncella
Santa María de Guadalupe,
su preciosa imagen.
Y en seguida llevaron a Juan Bernardino
delante del que gobierna, obispo
para que viniera a hablarle,
delante de él diera testimonio.
Y con su sobrino Juan Diego,
los aposentó en su casa el obispo
unos pocos días,
mientras se levantó la reverenciada casa
de la noble señora allá en Tepeyácac,
donde se le mostró a Juan Diego.
Y cuando el que gobierna obispo
tuvo ya algún tiempo, allá en la iglesia mayor,
a la preciosa reverenciada imagen
de la noble señora celeste,
vino a sacarla de su palacio,
de su oratorio donde estaba,
para que toda la gente viera,
se maravillara de su preciosa imagen.
Y todos a una,
toda la ciudad se conmovió,
cuando fue a contemplar,
fue a maravillarse,
de su preciosa imagen.
Venían a conocerla como algo divino,
le hacían súplicas.
Mucho se admiraban
cómo por maravilla divina
se había aparecido
ya que ningún hombre de la tierra
pintó su preciosa imagen.
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