Raniero Cantalamessa, OFM cap
En
respuesta al llamamiento del sumo pontífice a un compromiso renovado de
evangelización, me propongo especificar cuatro olas de evangelización en
la historia de la Iglesia, es decir cuatro momentos en los que se
asiste a una aceleración o a un retomar el compromiso misionero. Estas
son:
1.- La expansión del cristianismo en los tres primeros siglos de vida, hasta la vigilia del edicto de Constantino que tiene como protagonistas a los profetas itinerantes, en primer lugar, y después a los obispos;
2.- Los siglos VI al IX en los que asistimos a la reevangelización de Europa después de las invasiones bárbaras, obra sobre todo de los monjes;
3.- El siglo XVI, con el descubrimiento y la conversión al cristianismo de los pueblos del “nuevo mundo”, obra sobre todo de los frailes:
4.- La época actual que ve a la Iglesia comprometida con una reevangelización del Occidente secularizado, con la participación determinante de los laicos.
En cada
uno de estos momentos intentaré iluminar lo que podemos aprender en la
Iglesia de hoy: qué errores hay que evitar y qué ejemplos hay que imitar
y qué aportación específica pueden dar a la evangelización los
pastores, monjes, los religiosos de vida activa y los laicos.
1 . La difusión del cristianismo en los tres primeros siglos
Comenzamos
hoy con una reflexión sobre la evangelización cristiana en los tres
primeros siglos. Un motivo hace de este periodo un modelo para todos los tiempos.
Es el periodo en el que el cristianismo hace camino por su propia
fuerza. No hay “ningún brazo secular” que lo apoye; las conversiones no
se determinan por ventajas externas, materiales o culturales; ser
cristianos no es una costumbre o una moda, sino una elección contra
corriente, a menudo a riesgo de la propia vida. En ciertos aspectos es la misma situación que se ha vuelto a dar en muchas partes del mundo.
La fe cristiana nace con una apertura universal. Jesús había dicho a sus apóstoles que vayan a “todo el mundo” (Mc 16,15), que “hagan discípulos a todas las gentes”
(Mt 28,19), que sean testigos “hasta los confines de la tierra” (Hch
1,8), que “prediquen a todos los pueblos la conversión y el perdón de los pecados” (Lc 24,47).
La actuación de principio de esta universalidad se da ya en la generación apostólica, no sin dificultades o heridas. El día de Pentecostés se supera la primera
barrera, la de la raza (los tres mil convertidos pertenecían a pueblos
distintos, pero eran todos creyentes judíos); en casa de Cornelio y en
el llamado Concilio de Jerusalén, sobre todo por impulso de Pablo, se supera la barrera más difícil de todas, la religiosa que dividía a los judíos de los gentiles. El evangelio tiene ante sí al mundo entero,
aunque momentáneamente este mundo es limitado, en el conocimiento de
los hombres, a la cuenca mediterránea y a los confines del Imperio
Romano.
Más
complejo es seguir la expansión de hecho o geográfica del cristianismo
en los primeros tres siglos que, sin embargo, es menos necesario para
nuestro objetivo. El estudio más completo y, hasta ahora no superado, a
este respecto es el de Adolph Harnack, Misión y expansión del cristianismo en los tres primeros siglos.
Una fuerte intensificación de la actividad misionera de la Iglesia tuvo lugar bajo el mando del emperador Cómodo (180-192) y después, en la segunda mitad del siglo III, es decir hasta la víspera de la gran persecución de Diocleciano
(302). Este, aparte de las esporádicas persecuciones locales, fue un
periodo de paz relativa que permitió a la Iglesia naciente el poder
consolidarse en su interior, desarrollando una actividad misionera de
una forma nueva.
Veamos en qué consiste esta novedad. En los primeros dos siglos la propagación de la fe se confiaba a la iniciativa personal.
Se trataba de profetas itinerantes, de los que habla la Didaché, que se
trasladaban de sitio a sitio; muchas conversiones se debían al contacto
personal, favorecido por el trabajo común ejercitado, de los viajes y
de las relaciones comerciales, del servicio militar y de otras
circunstancias de la vida.
Orígenes nos da una descripción conmovedora del celo de estos primeros misioneros:
“Los
cristianos hacen todos los esfuerzos posibles para difundir la fe sobre
la tierra, para este fin algunos de ellos se proponen formalmente como
deber de sus vidas, peregrinar de ciudad en ciudad,
también de pueblo en pueblo para ganar nuevos fieles al Señor. No se
dirá que lo hacen para beneficiarse, porque a menudo rechazan hasta los
más necesario para vivir”.
Ahora, en la segunda mitad del siglo III, estas iniciativas personales se
coordinan cada vez más y en parte se sustituyen por las comunidades
locales. El obispo, también reaccionando a los impulsos disgregatorios
de la herejía gnóstica, adquiere la supremacía sobre los maestros, como
director de la vida interna de la comunidad y centro propulsor de su
actividad misionera. La comunidad es el sujeto evangelizador,
hasta tal punto que un estudioso como Harnack afirma: “Debemos dar por
cierto que la sola existencia y trabajo constante de las comunidades
individuales fue el principal coeficiente en la propagación del
cristianismo”.
Hacia el final del siglo III, la fe cristiana penetró prácticamente en cada estrato de la sociedad,
tiene su literatura en lengua griega y una, aunque en sus comienzos, en
lengua latina; posee una sólida organización interna; comienza a
construir edificios cada vez más grandes, signo del crecimiento del
número de creyentes. La gran persecución de Diocleciano, aparte de las
numerosas víctimas, no hizo más que mostrar la fuerza inexpugnable de la
fe cristiana. El último enfrentamiento entre el imperio y el
cristianismo fue la prueba de esto.
Constantino
no hace más que constatar la nueva relación de fuerzas. No fue él quien
impuso el cristianismo al pueblo, sino el pueblo quien le impuso a él
el cristianismo. Afirmaciones como la de Dan Brown en la novela El
Código Da Vinci, y de otros escritores, según las cuales fue Constantino el que, por motivos personales, transformó con su edicto de tolerancia y con el Concilio de Nicea,
a una oscura secta religiosa judía en la religión del imperio, se funda
en una total ignorancia de lo que precedió a estos sucesos.
2. Las razones del éxito
Un tema que ha apasionado siempre a los historiadores es el de las razones del triunfo del cristianismo.
¡Un mensaje nacido en un oscuro y despreciado rincón del imperio, entre
personas sencillas, sin cultura y sin poder, en menos de tres siglos se
extiende por todo el mundo conocido, subyugando a la refinadísima
cultura de los griegos y la potencia imperial de Roma!
Entre las distintas razones del éxito, alguno insiste en el amor cristiano y en el ejercicio activo de la caridad, hasta hacer de esta “el factor individual más potente del éxito de la fe cristiana”, hasta el punto que indujo, más tarde, al emperador Juliano el Apóstata a dotar al paganismo de análogas
obras caritativas para hacer frente a este éxito.
Harnack,
por su parte, da gran importancia a lo que él llama la naturaleza
“sincretista” de la fe cristiana, es decir la capacidad de conciliar en
sí misma tendencias opuestas y distintos valores presentes en las
religiones y en la cultura de la época. El cristianismo se presenta a la
vez como la religión del Espíritu y de la potencia, es decir acompañada de signos sobrenaturales, carismas y milagros, y como la religión de la razón y del Logos integral,
“la verdadera filosofía”, como decía Justino Mártir. Los autores
cristianos son “los racionalistas de lo sobrenatural”, afirma Harnack
citando el dicho de san Pablo sobre la fe “como obsequio racional” (Rom 12,1).
De tal modo el cristianismo reúne en sí mismo, en equilibrio perfecto, lo que el filósofo Nietzsche define como el elemento apolíneo y el elemento dionisíaco de la religión griega,
el Logos y el Pneuma, el orden y el entusiasmo, la medida y el exceso.
Es lo que, al menos en parte, entendían los Padres de la Iglesia con el
tema de la “sobria ebriedad del Espíritu”.
“La
religión cristiana --escribe Harnack al final de su monumental
investigación--, desde el principio se presentó con una universalidad
que le permitió abocar en sí toda la vida entera, con todas sus
funciones, sus alturas y sus profundidades, sentimientos, pensamientos y
acciones. Este fue el espíritu de universalidad que le aseguró la
victoria. Fue esto lo que le condujo a profesar que el Jesús que anunciaba era el Logos divino...
Así se ilumina con una nueva luz y aparece casi como una necesidad
incluso la potente atracción con la que llega a absorber y a subordinar
en sí el helenismo. Todo lo que era capaz de vida entró como elemento en
su construcción... ¿Y esta religión no debía vencer?”
La impresión que se tiene al leer esta síntesis es que el éxito del cristianismo
se debió a un conjunto de factores. Algunos han ido más allá en la
búsqueda de las razones de tal éxito hasta concretar veinte causas a
favor de la fe y otras tantas que actuaban en sentido contrario, como si
el éxito final dependiera de que prevaleciesen las primeras sobre las
segundas.
Ahora
quisiera iluminar el límite inherente a tal enfoque histórico, incluso
cuando se hace por historiadores creyentes como los que ahora he tenido
en cuenta. El límite, debido al mismo método histórico, es el de dar más
importancia al sujeto que al objeto de la misión, más a los
evangelizadores y a las condiciones en las que esta se desarrolla, que a
su contenido.
El motivo
que me empuja a hacerlo es que este también es el límite y el peligro
inherente a tantos enfoques actuales y mediáticos, cuando se habla de
una nueva evangelización.
Se olvida una cosa sencillísima: que Jesús había dado él mismo, como
anticipo, una explicación de la difusión de su Evangelio y de ella hay
que volver a partir cada vez que se asume un nuevo compromiso misionero.
Volvamos a escuchar dos breves parábolas evangélicas, la de la semilla que crece incluso de noche y la de la semilla de mostaza.
“Decía: El
Reino de Dios es como un hombre que echa la semilla en la tierra: sea
que duerma o se levante, de noche y de día, la semilla germina y va
creciendo, sin que él sepa cómo. La tierra por sí misma produce primero
un tallo, luego una espiga, y al fin grano abundante en la espiga.
Cuando el fruto está a punto, él aplica en seguida la hoz, porque ha
llegado el tiempo de la cosecha” (Mc 4, 26-29).
Esta
parábola, por sí misma dice que la razón esencial del éxito de la misión
cristiana no viene desde el exterior sino del interior, no es obra del
sembrador y ni siquiera principalmente del terreno sino de la semilla.
La semilla no puede lanzarse a sí misma, y sin embargo, germina por su
propia fuerza. Después de haber sembrado la semilla, el sembrador se
puede ir a dormir porque la vida de la semilla no depende más de él.
Cuando esta semilla es “la semilla que cae en tierra y muere”, es decir Jesucristo,
nada podrá impedir que esta “dé mucho fruto”. Se pueden dar, de estos
frutos, todas las explicaciones que se quieran, pero estas se quedan
siempre en la superficie no llegarán nunca a lo esencial.
Quien
percibió con lucidez la prioridad del objeto del anuncio sobre el sujeto
es el apóstol Pablo: “Yo planté y Apolo regó, pero el que ha hecho
crecer es Dios”. Estas palabras parecen un comentario a la parábola de
Jesús. No se trata de tres operaciones de la misma importancia, de hecho
el apóstol añade: “Ni el que planta ni el que riega valen algo, sino
Dios, que hace crecer” (1 Cor 3, 6-7). La misma distancia cualitativa
entre el sujeto y el objeto del anuncio está presente en otro texto del
Apóstol: “Pero nosotros llevamos ese tesoro en recipientes de barro,
para que se vea bien que este poder extraordinario no procede de
nosotros, sino de Dios” (2 Cor 4,7). Todo esto se traduce en las
exclamaciones: “No nos predicamos a nosotros mismos, ¡sino a Cristo
Jesús Señor!” y de nuevo “Nosotros predicamos a Cristo crucificado”.
Jesús pronunció una segunda parábola, basada en la imagen de la semilla, que explica el éxito de la misión cristiana y que hoy se tiene que tener en cuenta, frente a la gran tarea de reevangelizar el mundo secularizado.
“También
decía: '¿Con qué podríamos comparar el Reino de Dios? ¿Qué parábola nos
servirá para representarlo? Se parece a un grano de mostaza.
Cuando se
siembra, es la más pequeña de todas las semillas de la tierra, pero, una
vez sembrada, crece y llega a ser la más grande de todas las verduras, y
extiende tanto sus ramas que los pájaros del cielo se cobijan a su
sombra'” (Mc 4,30-32).
La
enseñanza que Cristo nos da con esta parábola es que su Evangelio y su
misma persona es lo más pequeño que existe en la tierra porque no hay
nada más pequeño y débil que una vida que termina en una muerte de cruz.
Sin
embargo, esta pequeña “semilla de mostaza” está destinada a convertirse
en un árbol inmenso, que es capaz de acoger en sus ramas a todos los
pájaros que se refugian en él. Esto significa que toda la creación,
absolutamente toda, irá a buscar allí refugio.
¡Qué
diferencia respecto a las reconstrucciones históricas mencionadas antes!
Allí parecía todo incierto, aleatorio, suspendido entre el éxito y el
fracaso; ¡aquí todo estaba decidido y asegurado desde el principio!
Como
conclusión del episodio de la unción de Betania, Jesús pronunció estas
palabras: “Os aseguro que allí donde se proclame esta Buena Noticia, en todo el mundo, se contará también en su memoria lo que ella hizo” (Mt 26,13). La misma tranquila conciencia de que un día su mensaje se difundiría “al mundo entero”. Y no se trata ciertamente de una profecía post eventum, porque en ese momento todo parecía presagiar lo contrario.
También en esta ocasión quien captó “el misterio escondido” fue Pablo.
Me llama la atención, siempre, un hecho. El Apóstol predicó en el
Aerópago de Atenas y vió el rechazo del mensaje, educadamente expresado
con la promesa de escucharlo en otra ocasión. Desde Corinto adonde fue
justo después, escribió la Carta a los Romanos en la que afirmaba haber
recibido el deber de llevar a “la obediencia de la fe a todas las gentes” (Rom 1, 5-6).
El fracaso
no desanimó su confianza en el mensaje: “Yo no me avergüenzo del
Evangelio, porque es el poder de Dios para la salvación de todos los que
creen: de los judíos en primer lugar, y después de los que no lo son”
(Rom 1,16).
“Cada
árbol, dice Jesús, se reconoce por su fruto” (Lc 6,44). Esto vale para
todos los árboles, excepto para el que nació de Él, el cristianismo (de
hecho él habla aquí de los hombres); este único árbol no se conoce por
los frutos, sino por la raíz. En el cristianismo la plenitud no está al final, como en la dialéctica hegeliana del devenir (“verdadero es lo entero”), sino que está al principio; ningún fruto, ni siquiera los más grandes santos, añaden algo a la perfección del modelo. En este sentido tiene razón quien afirma que “el cristianismo no es perfectible”.
3. Sembrar e … irse a dormir
Lo que los historiadores de los orígenes cristianos no cuentan o dan poca importancia es la certeza indestructible que los cristianos de entonces, al menos los mejores de ellos, tenían sobre la bondad y la victoria final
de su causa. “Podéis matarnos pero no podéis herirnos”, decía el mártir
Justino al juez romano que lo condenaba a muerte. Al final, fue esta
tranquila certeza que les aseguró la victoria y convenció a las
autoridades políticas de la inutilidad de sus esfuerzos por suprimir la
fe cristiana.
Esto es lo que más necesitamos hoy: despertar en los cristianos, al menos en los que pretenden dedicarse a la obra de la reevangelización,
la certeza íntima de la verdad de lo que anuncian. “La Iglesia, dijo
una vez Pablo VI, necesita retomar el ansia, el gusto y la certeza de su
verdad”. Debemos creer, nosotros los primeros, en lo que anunciamos;
pero creerlo verdaderamente, “con todo el corazón, con toda el alma, con
toda la mente”. Debemos poder decir con Pablo:
“Pero teniendo ese mismo espíritu de fe, del que dice la Escritura:
Creí, y por eso hablé, también nosotros creemos, y por lo tanto,
hablamos” (2 Cor 4,13).
La tarea práctica que las dos parábolas de Jesús nos asignan es la de sembrar.
Sembrar con generosidad “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4,2). El
sembrador de la parábola que sale a sembrar no se preocupa por el hecho
de que parte de la semilla termine en el camino o entre las espinas, ¡y
pensar que el sembrador, aparte de la metáfora, es el mismo Jesús! El
motivo es que en este caso no se puede saber qué terreno será el adecuado,
o cuál será duro como el asfalto y asfixiante como un arbusto. Está en
medio la libertad humana que el hombre no puede prever y que Dios no
puede violar. Cuántas veces entre las personas que han escuchado una
cierta predicación o que han leído un cierto libro, se descubre que
quien lo ha tomado más en serio o ha cambiado su vida era la persona de
quien menos se esperaba, uno que, quizás, estaba allí por casualidad o
en contra de su voluntad. Yo mismo podría contar decenas de casos.
Sembrar y ¡después.... irse a dormir!
Es decir sembrar y no quedarse allí todo el tiempo a mirar, a ver dónde
surge, cuántos centímetros crece al día. El arraigo y el crecimiento no
es asunto nuestro, sino de Dios y del que escucha. Un gran humorista
inglés del s. XIX, Jerome Klapka Jerome, dice que el mejor modo de
retrasar la ebullición del agua en un puchero es mirarlo todo el tiempo y
esperar con impaciencia.
Hacer lo
contrario es fuente inevitable de inquietud y de impaciencia: todas las
cosas que a Jesús no le gustan y que Él no hacía nunca cuando estaba en
la tierra. En el evangelio Él no parece tener nunca prisa. “No esté por
tanto preocupados por el mañana; el mañana se preocupa de sí mismo. A cada día le basta su afán” (Mt 6,34).
A este
respecto, el poeta creyente Charles Péguy pone en boca de Dios palabras
que también nos hará bien meditar a nosotros: “Se me dice que hay
hombres/que trabajan bien y duermen mal,/que no duermen. Qué falta de fe
en mí./Es casi más grave/que no trabajasen pero que durmiesen,
porque la pereza/No es un pecado más grave que el ansia.../No hablo,
dice Dios, de aquellos hombres/Que no trabajan y que no duermen./Estos son unos
pecadores, por supuesto.../Hablo de los que trabajan y no duermen/Los
compadezco. No tienen confianza en mí.../Gobiernan muy bien sus asuntos durante el día./Pero no quieren confiarme el gobierno durante la noche.../Quien no duerme es infiel a la Esperanza...”.
Las
reflexiones desarrolladas en esta meditación nos empujan, como
conclusión, a poner en la base del compromiso por una nueva
evangelización un gran acto de fe y de esperanza que se sacuda todo
sentido de impotencia y de resignación. Tenemos ante nosotros,
es verdad, un mundo cerrado en su secularismo, embriagado por los éxitos
de la técnica y por las posibilidades ofrecidas por la ciencia, que
rechaza el anuncio evangélico. Pero ¿era quizás menos seguro de
sí mismo y menos refractario al Evangelio el mundo en el que vivían los
primeros cristianos, los griegos con su sabiduría y el imperio romano
con su potencia?
Si hay una cosa que podemos hacer, después de haber “sembrado” es la de “regar” con la oración
la semilla sembrada. Por esto terminamos con la oración que la liturgia
nos hace recitar en la misa “por la evangelización de los pueblos”:
“Oh Dios,
tú que quieres que todos los hombres se salven,/y lleguen al
conocimiento de la verdad;/mira qué grande es la mies y manda a tus
obreros,/para que se anuncie el Evangelio a todas las criaturas/y tu
pueblo reunido por la palabra de vida/y formado por la fuerza de los
sacramentos,/progrese en el camino de la salvación y del amor”.
Por Cristo, nuestro Señor. Amén
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