En el descubrimiento de lo que es el matrimonio, entra en juego el modo de ser de la persona, su modo de relacionarse, su modo de buscar y encontrar la felicidad; en definitiva, su naturaleza.
El matrimonio es una clase específica de relación –de comunicación– humana, basada en la diversa estructura sexual del ser humano.
Esta relación o comunicación, que es propia del matrimonio, tiene como fundamento el amor, que es la fuerza que une. Si hablamos de comunicación, hablamos de dar y recibir.
Por eso el amor matrimonial es un amor de donación y de aceptación, específico entre personas sexualmente complementarias: mujer y varón.
El amor que construye el matrimonio es el amor de donación, un amor que comporta darse y acoger al otro. Este amor es totalmente distinto del amor posesivo, que es un amor egoísta y perverso, porque quiere al otro exclusivamente por la satisfacción que proporciona.
El ser humano debe ser querido por sí mismo y se rebela a ser convertido en objeto de placer; por eso, el amor posesivo no puede durar, porque no es amor genuino y termina siempre en conflicto y en ruptura.
En el matrimonio se produce la entrega y la aceptación de las personas: no es una especie de acuerdo o contrato que nos toca externamente, como algo que sucede fuera de nosotros y no influye en la configuración de nuestra personalidad.
Si compramos un coche o vendemos un piso, no se ve afectado nuestro ser, nuestra identidad personal. La entrega matrimonial, en cambio, nos afecta íntimamente.
Veamos por qué.
Por una parte, entregarse es ejercitar nuestra libertad: sólo puede entregarse quien es libre y tiene dominio sobre su propio ser presente y futuro. Darse a otra persona para toda la vida es un acto de libertad, probablemente el más sublime y soberano que pueda realizar una persona. Es ser LIBRE con mayúsculas.
Darse a otro y aceptarlo como marido o mujer afecta además a nuestra identidad personal. Cuando hay donación y hay aceptación de lo dado, se produce como efecto la pertenencia: lo dado pasa a ser de otro. Cuando se da algo a un amigo, y éste lo acepta, deja de pertenecernos para pasar a ser propiedad del otro.
Pues bien, en el matrimonio, la mutua donación y aceptación producen como resultado lógico, la mutua pertenencia entre los esposos.
El matrimonio es el paso del "tú y yo" del noviazgo al "nosotros": esa identidad común de los que se pertenecen y que no es mera convivencia, estar "junto a"; es mucho más que "estar con", colaborando para hacer algo juntos.
Es un nuevo modo de ser y de estar en el mundo, porque cada uno de los esposos ha decidido libremente ser del otro y aceptar al otro como parte del propio ser.
La verdadera entrega
Como veníamos diciendo, lo que se entrega en el matrimonio son las personas, no algo externo a ellas. Hablar de entrega de las personas es algo muy distinto que hablar de entrega de cosas.
La donación de personas, si es verdadera, exige la totalidad, porque si fuera parcial –a prueba, por un tiempo– supondría tratar a la persona como objeto, como mercancía.
Las personas no se prueban, se quieren y se aceptan tal como son; una prueba colocaría a la persona al mismo nivel que un electrodoméstico o que un animal.
¿Y qué significa darse totalmente a otro? Para los seres que estamos sometidos al tiempo, dar la totalidad del ser implica entregarse con proyección de futuro: entregar la persona es entregar toda la biografía, toda la vida futura. Es hacerse del otro para siempre, mientras ambos vivan.
Hemos dicho hace un momento que la mutua pertenencia crea una nueva identidad personal: "ser marido de", "ser mujer de".
Ser cónyuge no es algo pasajero, transitorio, que se hace y se deshace. No es un rol que atribuye la ley o la sociedad.
No "se hace de" marido o de mujer, como no "se hace de" hijo o de padre, sino que "se es" padre, madre, hijo, hermano...
Ser marido y ser mujer son identidades familiares, como lo son las que tienen su origen en la sangre: filiación, fraternidad; es, incluso, más fuerte, puesto que entre cónyuges hay mutua pertenencia, mientras no la hay entre padres e hijos.
La identidad, lo que cada uno somos, no se pierde, es para siempre. Si se perdiera, dejaríamos de ser lo que somos. Quien intenta ignorar la realidad o encubrirla intentando que la ley "disuelva" lo que es indisoluble, no sólo se engaña, sino que se está haciendo daño a sí mismo, negando lo que es su propia identidad.
Que el matrimonio entendido como entrega total de las personas es para siempre, puede ser algo relativamente fácil de entender, a nivel teórico. Otra cosa es que esta realidad resulte difícil de aceptar: pero aquí nos situamos en otro plano.
Es la dureza del corazón lo que ha hecho que el hombre intente negar ese modo de ser del matrimonio, o busque "vías de salida" que, sin negar la teoría, la rechazan en el plano de los hechos.
Y la dureza de corazón se traduciría hoy en la incapacidad de amar de acuerdo con lo que la persona es y se merece.
Y es que para que haya matrimonio hace falta que haya amor conyugal: un amor verdaderamente humano, que comprende la dimensión sensible y la afectiva -el amor sentimental- y también la inteligencia y la voluntad, la libertad; al casarse se dice no sólo "te quiero", sino "te quiero y quiero quererte porque eres para siempre parte de mi ser".
Hay parejas que acuden a contraer matrimonio con un amor inmaduro, un amor sentimental y, en el fondo, egoísta; que no quieren comprometerse, no quieren entregarse, y por eso piensan en romper si hay problemas; o no quieren tener hijos porque son una "atadura"; o pretenden seguir manteniendo otras relaciones, etc.
Se confunde casarse con el simple "vivir con" mientras ese "con-vivir" satisfaga a ambas partes. No hay en estos casos amor conyugal y no hay, por tanto, matrimonio.
Hay parejas que se casan realmente y, a pesar de los esfuerzos –de uno o de los dos–, surgen problemas sin solución; hay situaciones ante las que no se puede hacer nada más que aceptar la cruz: la cruz de la enfermedad, del abandono...
Pero hay muchas más parejas que se casan de verdad, pero dejan que su amor se apague. No basta casarse y dejar que pase el tiempo. El amor hay que cultivarlo con miles de detalles. Y a la vez hay que conocer las etapas de la vida y del amor.
El amor debe manifestarse de muchas maneras, también en forma de perdón, de olvido.
El amor debe reinventarse a lo largo de la vida matrimonial: muchas veces habrá que recomenzar, volviendo al amor inteligente de la primera etapa del matrimonio, aquél que no desaprovechaba ninguna ocasión para la conquista.
No hay que ver el matrimonio como un punto de llegada; al contrario, el matrimonio es un punto de partida. El "sí" del matrimonio se proyecta al futuro.
Amar es importante, pero es más importante querer amar Querer amar como decisión de la voluntad libre, que se proyecta hacia el futuro. Y quiere amar así quien se entrega totalmente al otro en el matrimonio.
Ése es el amor duradero al que aspira íntimamente el corazón humano.
Sólo ese amor tiene voz para decir para siempre.
Autor: Montserrat Gas | Fuente: http://www.fluvium.org
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