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"Soy un hombre de armas, un soldado, scout. Paradójicamente, al único de mi especie que admiro, empuñó solamente la palabra, su técnica fue la humildad, su táctica la paciencia y la estrategia que le dio su mayor victoria fue dejarse clavar en una cruz por aquellos que amaba".

“Espíritu Santo, inspírame lo que debo pensar, lo que debo decir, lo que debo callar, lo que debo escribir, lo que debo hacer, como debo obrar, para el bien de los hombres, de la iglesia y el triunfo de Jesucristo”.

Desde La Trinchera Del Buen Combate en Argentina. Un Abrazo en Dios y La Patria.

26 de mayo de 2012

¿POR QUÉ CONVIENE IR VESTIDO DE SACERDOTE?


El hábito eclesiástico es un signo de consagración para uno mismo, nos recuerda lo que somos, recuerda al mundo la existencia de Dios, hace bien a los creyentes que se alegran de ver ministros sagrados en la calle, supone una mortificación en tiempo caluroso

El sacerdote al mirarse en el espejo o en una foto, y verse revestido de un hábito eclesiástico piensa: tú eres de Dios.

Bajo la sotana, el sacerdote viste como el común de los hombres. Pero revestido con su traje talar, su naturaleza humana queda cubierta por la consagración.

El que viste su hábito eclesiástico es como si dijera: el lote de mi heredad es el Señor.

El color negro recuerda a todos que el que lo lleva ha muerto al mundo. Todas las vanidades del siglo han muerto para ese ser humano que ya sólo ha de vivir de Dios. El color blanco del alzacuellos simboliza la pureza del alma. Conociendo el simbolismo de estos dos colores es una cosa muy bella que todas las vestiduras del sacerdote, incluso las de debajo de la sotana, sean de esos dos colores: blanca camisa y alzacuellos, negro jersey, pantalones, calcetines y zapatos.

El hábito eclesiástico también es signo de pobreza que nos evita pensar en las modas del mundo. Es como si dijéramos al mundo: Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre.

La vestimenta propia del sacerdote es la sotana. Pero el clériman también es un signo adecuado de consagración, manifestando esa separación entre lo profano y lo sagrado. Aunque el hábito eclesiástico propio del presbítero sea por excelencia la túnica talar, el clériman es un hábitus ecclesiasticus y todo lo que aquí se dice a favor de la sotana, se puede aplicar al clériman. En caso de que estas hojas las lea un religioso, evidentemente, lo dicho aquí de la sotana valdrá para su propio hábito religioso.


Nos sorprenderíamos cuánta gente piensa en Dios, cuando en una ciudad populosa un sacerdote atraviesa las calles. Multiplicado por todos los días del año, el bien que hace vestir de clérigo es inmenso. Sin exagerar, al cabo de un año han reparado en él decenas de millares de personas. Y si un sacerdote anda por la calle recogido y en presencia de Dios, entonces se transforma en un instrumento para que los ángeles custodios les digan a sus protegidos: fijaos.

Un sacerdote con sotana por la calle es como un grito para los paganos. Un grito que les dice: ¡Dios existe! Ved aquí a uno de sus siervos. Por eso Satanás tiene tanto interés en que de la vía pública desaparezcan todos los signos que hacen referencia a Dios.

El amor reside en el corazón, no en el vestido. Pero el amor se desborda en multitud de detalles externos: uno de ellos es una vestidura de consagración.

Las vestiduras eclesiásticas son un constante recuerdo de la dignidad que nos ha sido conferida, del poder que ostentamos.

Alguien puede objetar que el hábito eclesiástico separa de los hermanos. Pero hay que recordar que el sacerdote es alguien segregado del resto de los hombres para el culto de Dios, para consagrarse a su servicio. Es la porción que Yahveh se ha separado para ejercer sus sagrados misterios.

Esos misterios sacrosantos son razón suficiente para que se te señale como en tiempos de Moisés se señaló un límite en torno al monte Sinaí porque era un monte santo. ¿Es acaso menos sagrado un sacerdote de Cristo que ese monte de la Antigua Ley?

El hábito eclesiástico ha sufrido modificaciones desde que comenzó a existir, pero siempre ha sido una tunica talaris a semejanza de aquellas que gloriosamente cubrieron a los doce primeros apóstoles.

Bien con un traje talar, bien con un clériman, vestimos como sacerdotes no porque nos apetezca o nos guste, sino porque nos lo pide la Iglesia. Ir vestidos como ministros de Dios es un modo de servirle.

Si eres un hombre que ha entregado su entera vida al Omnipotente como presbítero, ¿por qué no vestir como lo que eres?

Aunque en las tiendas diocesanas se vendan camisas de muy distintos colores, el color negro o el blanco (para lugares cálidos) son colores nobles y elegantes. Desgraciadamente son muchos los sacerdotes que visten combinaciones de prendas carentes de todo gusto. Van mal vestidos toda la vida y nadie se atreve a decírselo. Desde estas páginas, en nombre de Aquél a quien representan, les pido que vayan vestidos con dignidad y que no confundan el mal gusto con la pobreza.

¿Por qué el sacerdote no lleva una vestidura exactamente igual que la de Jesús? El que los sacerdotes no nos dejemos una barba y el pelo largo como el que la tradición atribuye a Jesús, y no llevemos una túnica y un manto como los que llevaban los judíos, creo que tiene una profunda razón teológica detrás. Llevamos un distintivo, un símbolo, que recuerda la túnica de nuestro Maestro. Pero esa túnica no trata de ser idéntica, ni lo intenta siquiera, para que se vea que nosotros somos meros continuadores suyos, pero que Él era único. Él era único, nosotros somos meros continuadores.

Nota previa. A efectos de citación académica, cualquier parte de esta historia de la vestidura eclesiástica debe ser citada así: José Antonio Fortea, Manual de Obispos, Editorial Dos Latidos, Zaragoza 2010, pg 120-124. Si se necesitara la página exacta para alguna publicación se pueden poner en contacto con el autor fortea@gmail.com

La historia de las vestiduras eclesiásticas que aquí aparece, y cuyo autor soy yo, se ofrece sin las notas a pie de página y sin el aparato de referencias que sería lógico en un trabajo académico. Se ha preferido hacer así, para ofrecer la esencia de toda la historia del traje clerical, sin necesidad de ofrecer todos y cada uno de los elementos menores que hubieran hecho mucho más extensa esta historia además de tener que detenerla una y otra vez ponderando cada uno de los detalles.

Jesús no vistió ninguna vestidura especial. Entra dentro de lo posible el que los sacerdotes judíos sí que tuvieran vestiduras clericales, pues constituían una casta. Pero, de acuerdo a lo que nos dicen las dos genealogías de los Evangelios, Jesús pertenecía al linaje de los reyes de Judá, no al de los descendientes de Leví. El Mesías no era un sacerdote del Antiguo Testamento. Además, Él comienza un nuevo sacerdocio.

Los Apóstoles, por tanto, tampoco llevaron ninguna prenda distintiva, ni tampoco sus sucesores. Obrar de otra manera, en medio de una persecución, hubiera sido una temeridad.

En las generaciones siguientes a que la Iglesia obtuviera su libertad, los clérigos siguieron llevando ropas que no les distinguían de los laicos. Si bien, en las celebraciones litúrgicas sí que iban revestidos con vestiduras especiales. Muy probablemente, los monjes sí que llevaban ropas que les distinguían como monjes.

Aunque el clero seguía vistiendo sin ropas especiales, poco a poco, en algunos lugares sí que se fue desarrollando un modo distintivo de vestir. En el año 428, por una carta del Papa Celestino, sabemos dos cosas: que en Roma no existía una vestidura clerical, pero que en la Galia algunos obispos ya la usaban. La carta del Papa, curiosamente, exhorta a que los clérigos se distingan de los laicos no por las ropas, sino por sus virtudes. Pero ni siquiera esta opinión papal pudo detener el curso de la historia que ineludiblemente llevaba a mostrar externamente esa distinción.

Y así, este desarrollo lento de las vestiduras clericales, lleva a que en el 572, el Concilio de Braga ordene que los clérigos de esa zona de la península ibérica vistan la túnica talar.

A partir de entonces, los decretos sobre la ropa clerical se fueron haciendo más y más frecuentes, en el sentido de que los clérigos no vistieran las ropas seculares, ni siguieran sus modas.

Entre el siglo VI y el VIII, los testimonios escritos muestran que el uso de la vestidura clerical se hizo obligatorio. Al principio, los colores no estaban unificados. Dándose muchos colores y diversas tonalidades.

El color negro fue el que finalmente predominó por una razón esencial, se trata de un color muy solemne. Después, a posteriori, se le pudo dar sentidos simbólicos a ese color, como el de la muerte al mundo, pero la razón por la que prevaleció fue ésa: se trata de un color que expresa seriedad, solemnidad. Frente a la opción del negro, el blanco hubiera podido también predominar, es el color de la lana sin tintes, pero tenía un problema: cualquier mancha se ve con facilidad. Y, aunque se lave una y otra vez, el uso deja restos de las antiguas manchas. Por eso el blanco se reservó para las funciones litúrgicas desde el principio, y para la vida ordinaria el negro acabó prevaleciendo.

Sin embargo, las dos tendencias que hoy día existen entre los que prefieren vestir de laicos y los que prefieren vestir como clérigos, son dos tendencias que las encontramos no ya desde la Edad Media, sino que es posible rastrearla desde la Edad Antigua.

Desde que el hábito eclesiástico se hizo obligatorio, encontramos a sacerdotes y aun obispos que han vestido como laicos, en más o en menos ocasiones. Insisto, incluso en la Edad Media.

Al principio, el hábito eclesiástico era una túnica sin botones. Muy a menudo con cinturón de cuero con hebilla. Los botones que recorren la sotana de arriba abajo, predominaron a partir del siglo XIV y XV. Hasta el siglo XIV, en la vestidura clerical no existía el alzacuellos. Pero a partir de entonces, las camisas comenzaron a dejar ver su parte superior por encima del hábito. Al principio, sobresalía el cuello de la camisa blanca sin solapas. Después, cuando ya hubo solapas como las actuales, éstas o sobresalían verticales (cerradas por un botón) más allá de donde acaba el hábito, o bien caían hacia abajo por encima del hábito.

Las solapas que caían sobre el hábito, evolucionaron hasta el siglo XVII tomando la forma de lo que se llamaba el babero. Las solapas verticales evolucionaron hasta formar el alzacuellos. El alzacuellos se formó como prenda aparte, porque era mucho más fácil lavar la parte del cuello si ésta era una prenda independiente. Démonos cuenta de que en otras épocas las camisas no se lavaban diariamente, pues un clérigo humilde poseía pocas camisas. Un humilde párroco de pueblo en el siglo XVII podría tener cuatro camisas y una sola sotana. Un clérigo de baja posición no tenía tres o cuatro sotanas, sino uno sola que se remendaba las veces que hiciera falta.

Muchos consideran la capucha como privativa de los monjes. Pero lo específico de ellos era el escapulario o la cogulla. El escapulario es la prenda rectangular que cae por delante y por la espalda, hasta casi el borde de la túnica.

La capucha era habitual entre las ropas de los laicos, y por tanto también entre el clero secular. En el clero secular, la capucha se llevaba no en el hábito talar, sino en la muceta. La muceta sobre los hombros era una prenda de abrigo, la llevaba cualquier clérigo y solía tener una capucha. Esta costumbre de la capucha en el clero secular llegó hasta el siglo XX. La muceta de los cardenales tenía capucha, así como la de los Papas. Cardenales y Papas llevaban esa capucha en la muceta, aunque no pertenecieran al clero secular. Sin bien, más allá de la Edad Media, muchas mucetas muestran unas capuchas exiguas que ya no hubiera sido posible ponerlas sobre la cabeza.

Aunque el uso del hábito eclesiástico ha sido lo habitual desde el siglo VII más o menos, ya se ha dicho que siempre ha habido clérigos que han deseado vestir de un modo secular, casos así ha habido desde la Edad Media hasta nuestros días, siglo tras siglo. Pero, aunque normalmente, estos casos han sido excepcionales, lo que sí que ha sido más frecuente es el deseo de secularizar el hábito eclesiástico.

Y así, hay testimonios desde el siglo XVII reprobando el uso de sotanas cortas que llegaban sólo hasta la rodilla. Esta lucha entre la secularización del hábito eclesiástico y el mantenimiento de del estilo eclesiástico por encima de toda moda mundana, también se puede rastrear en toda época. Incluso en la Edad Media hay obispos que vestían más como caballeros que como prelados. Finalmente, en el siglo XIX se hizo frecuente el habito piano o hábito corto. La parte superior era igual que la de la sotana, con su alzacuellos o su babero. Pero la sotana había sido sustituida por una especie de chaleco que llegaba sólo hasta la cintura, a partir de la cual eran visibles unos pantalones cortos que acababan en calzas negras. Encima del chaleco, se llevaba una casaca. Este hábito corto fue desapareciendo, y a comienzos del siglo XX los curas llevaron sotana solamente. Hasta que en los años 70, apareció el clériman (también escrito clergyman). Una vez que hubo desaparecido el hábito corto, éste continuó entre los curas católicos de Estados Unidos, por influencia de los pastores de la iglesia episcopaliana que vestían así. Y de los curas católicos norteamericanos retornó al resto de países en los años 70.

Este deseo de que las vestiduras de los sacerdotes fueran enteramente clericales, conllevó que los sombreros tuvieran formas y hechuras propias. La forma de cubrirse la cabeza los eclesiásticos siempre había sido por antonomasia la capucha, entre el clero regular y secular. Pero ya en la Edad Media se abrieron paso los gorros académicos o los civiles entre los eclesiásticos, frente a la capucha que parecía demasiado monástica y demasiado primitiva. Pero siempre se luchó por parte de las diócesis para que los gorros eclesiásticos tuvieran una hechura propia y no fueran iguales que los de los laicos. Aunque siempre había clérigos a los que les gustaba ponerse gorros que fueran más con la moda civil porque les parecían más elegantes.

Los sombreros eclesiásticos evolucionaron a raíz de dos modelos diversos. Un modelo procedía de las gorras académicas, y de allí surgió la birreta, el birrete o bonete. Otro modelo procedía de tipos de sombreros más parecidos a los civiles, de ahí surgieron diversos tipos de sombreros con ala plana, redonda o rectangular: teja, saturno, galero.

El solideo es la evolución de un gorro que cubría la cabeza desde la frente a la nuca. La función era preservar del frío, pero poco a poco se hizo de él una prenda constante. Al llevarlo en toda estación, con el pasar de las generaciones, se fue haciendo más ligero para que no diera tanto calor, llevándolos de lana en invierno.

La vestidura de abrigo era la muceta sobre los hombros, pero si hacía más frío se llevaba la capa. Cuando los abrigos aparecieron, muchos fueron arrinconando la capa. Pero para que el abrigo no fuera igual que el de los laicos, se diseñó de forma que llegara hasta el borde de la sotana, llamándose este abrigo dulleta. Sin embargo, la capa y la dulleta coexistieron. En España, la capa daba una vuelta colocándose sobre el hombro. Esta capa más larga se designaba con el nombre de manteo.

En toda esta evolución de los trajes eclesiásticos, la costumbre era que cuando uno se ordenaba como clérigo, a partir de ese momento, todas sus vestiduras eran clericales. Manifestando de forma externa y visible la consagración total a Dios del propio ser, de la propia vida, de todos los pensamientos y deseos. Por eso, desde la recepción de la orden menor de la tonsura todas las vestiduras debían ser clericales. La tonsura era el signo de esta mentalidad. El sacerdote no sólo llevaba ropas sacerdotales, sino que incluso sus cabellos llevaban el signo de la consagración.

Aunque aquí se manifiestan las razones para llevar los trajes clericales, el autor de estas líneas manifiesta la más completa comprensión hacia sus hermanos sacerdotes que no llevan esas vestiduras. Entiendo que mis ideas son difíciles de aceptar por todos aquellos que han sido formados desde el principio en seminarios en los que la idea esencial era de que lo importante es la cercanía con la gente y que, por tanto, todo signo de distinción conlleva separación, alejamiento y, por tanto, un mal cumplimiento del ministerio de ayuda al prójimo.

En este escrito, hablo de los argumentos a favor de los hábitos eclesiásticos, pero no me cuesta entender las razones contrarias a estos argumentos. Yo sostengo la postura aquí expuesta, simplemente porque que entre unas razones y otras, me convencen más las razones a favor del hábito eclesiástico. Pero no juzgo a los que portan ropas seculares habiendo tomado sobre sí un estado clerical. No juzgo, ni lo más mínimo, a los que se revisten de ropas laicales estando consagrados dentro del estado eclesiástico.

Creedme los que leéis estas líneas, no juzgo, no pienso mal, no digo en mi interior: qué sacerdote es éste tan mundano, qué secularizado está, que poco espiritual, qué desobediente. Si alguna vez he sentido la tentación de pensar eso –tentación-, me he contenido. Y si he consentido, me he arrepentido. Por el contrario, siempre pienso que cuando veo a alguien así, que ha sido formado en otra mentalidad. Ni juzgo, ni critico. Quede eso bien claro. He conocido a infinidad de buenos sacerdotes que no vestían de un modo clerical, sino como laicos. Y no sólo sacerdotes buenos, sino también inmejorables, verdaderos hombres de Dios, hombres santos que vistieron como laicos. Indudablemente, el modo en que hemos sido educados influye mucho el resto de nuestra vida.

Habiendo dejado claros mis pensamientos acerca de no juzgar, ante la pregunta si es obligatorio para los clérigos vestir de un modo eclesiástico: la respuesta es sí.

La ley de la Iglesia lo ordena. Y lo ordena con la autoridad recibida de Cristo. Cada clérigo debe vestir de acuerdo a las normas emanadas por su conferencia episcopal.

Pero independientemente de lo que diga la letra de las normas dados por cada conferencia episcopal, el espíritu de la ley universal, el espíritu de la norma dada desde hace más de un milenio, es que los clérigos vistan de un modo diferente al de los laicos.

La cuestión de cómo viste un clérigo no es una recomendación, sino que es una cuestión de obediencia al sentir de la Iglesia.

La razón esencial de esta norma, eso no hay que olvidarlo, es espiritual. Bueno también es recordar que, aun admitiéndose otras opciones aprobadas por la jerarquía, lo específico del traje clerical ha sido siempre el que se tratara de una túnica talar, en recuerdo de la túnica de Nuestro Señor Jesucristo y de sus Doce Apóstoles.

La eterna cuestión acerca de cómo deben ir vestidos los clérigos, depende de qué consideramos que es el sacerdocio. En el fondo, detrás de esta cuestión sobre las vestiduras, hay todo un esquema teológico.

Unos consideran que el sacerdote debería ser un hombre normal, casado, con hijos y, preferiblemente, con un trabajo civil. De forma, que para ellos lo ideal sería que el sacerdote fuera un hombre normal con un trabajo secular, que se dedica a las cosas de la Iglesia en el fin de semana.

Frente a esta idea de un sacerdote del mundo, está la concepción del sacerdocio como consagración. El sacerdote que reza su breviario, que dedica tiempo generoso a la oración, que está dedicado al 100% a las cosas de Dios y de su Iglesia.

En el fondo, unos quieren un sacerdote que está en el mundo, es del mundo y es como todo el mundo, mientras que en la otra concepción el sacerdote está en el mundo sin ser del mundo.

Estas dos concepciones del sacerdocio son las que tienen su expresión en una u otra forma de vestir. Pero en el fondo, una visión del sacerdote es una visión bastante humana, en la que lo esencial es la caridad, la ayuda al prójimo. En la otra visión, el sacerdote ante todo es el hombre de Dios, el hombre que administra su gracia.

Aunque la raíz por la que unos defienden o atacan los trajes clericales, depende al final de qué es lo que consideramos que es la Iglesia, conviene considerar un detalle. Los protestantes, al principio, atacaron con saña todo tipo de vestidura que distinguiera a los pastores del resto de los creyentes. Durante muchas generaciones no hubo vestidura alguna entre sus pastores, pues se cargaron mucho las tintas en que esta costumbre era ajena a la Biblia. Pero hoy día, cuatro siglos después, la mayor parte de esas denominaciones han restaurado trajes eclesiásticos, al menos, para las ocasiones solemnes. Y, por supuesto, los trajes litúrgicos fueron restaurados mucho antes que los eclesiásticos.

La iglesia ortodoxa se separó y se mantuvo bastante incomunicada de la católica durante mil años. Y, sin embargo, el Espíritu Santo la llevó por el mismo camino que la Católica en este tema. Y no sólo eso, sino que incluso la hechura de sus vestiduras eclesiásticas es casi igual. Más sorprendente resulta que incluso en color coincida, y vayan de negro.

A la gente le gusta ver al policía vestido con su uniforme, al juez revestido con su toga, al médico con su bata. La autoridad de esas personas con autoridad no está conferida por las vestiduras. Pero las vestiduras, sin duda, son una gran ayuda. La realidad de este hecho va allá de lo que diga cualquier postura teológica.

La razón principal de que hayan de existir unas vestiduras clericales, radica en la necesidad de distinguir lo sagrado de lo profano. ¿Consideramos al sacerdote un hombre más, o un hombre sagrado? Si es un hombre más, aunque nos de buen ejemplo, aunque ayude a los demás, no es necesaria una vestidura clerical.

Si consideramos al sacerdote como el portador de unos poderes sacramentales dados por Jesucristo, como el portador de una autoridad sagrada sobre el Pueblo de Dios, como el hombre que se ha consagrado al 100% a Dios y que por tanto él mismo pasa a ser algo de Dios, entonces sí que es necesario distinguir a ese ser humano de lo profano.

Esta necesidad de distinguir entre lo sacrum y lo profanum es general. Por ejemplo, ¿cómo distinguimos una mesa normal de un altar? Por su hechura, por los materiales, por los signos distintivos que hemos colocado. ¿Cómo distinguimos una copa normal de un cáliz? ¿Cómo distinguimos una casa normal de la Casa de Dios? ¿Cómo distinguimos el aceite normal puesto en un envase, del Santo Crisma puesto en otro envase? En todos estos casos, lo sagrado de lo profano se distingue por los signos. Lo mismo sucede para distinguir entre la persona sagrada y el laico.

Otra cosa distinta es que no aceptemos que el sacerdote es una persona sagrada. Pero decir eso sería ir contra la enseñanza del mismo Dios en la Sagrada Escritura, donde en innumerables sitios indicó que los sacerdotes eran personas sagradas porque eran cosa suya. Y eso que hablaba del sacerdocio veterotestamentario que era inferior al del Nuevo Testamento. Pero, aun así, en el Antiguo Testamento indica con todo detalle cómo serán las vestiduras litúrgicas del sacerdote. Como se ve por la Biblia, a Dios no le da lo mismo el tema de las vestiduras.

¿Pero por qué no se indican vestiduras clericales para los levitas, sino sólo las cultuales? Eso se debe a que el levita fuera del Templo, era una persona normal con su familia, sus hijos y su trabajo. Del mismo modo que no vestimos con sotana a un diácono permanente, tampoco lo hizo Dios con los levitas. No tendría sentido que un diácono permanente trabajara como panadero y que llevara su sotana todo el día.

Pero hecha esta explicación, vemos que a Dios no sólo no le es indiferente el tema de las vestiduras eclesiásticas, sino que Él mismo determina todos y cada uno de los detalles de las vestiduras cultuales, incluso de los calzones: formas, colores, número de prendas, materiales de los que se harán. La idea de que todo esto le es indiferente a Dios, está directamente contradicha por la Palabra del Altísimo.

Pero, en definitiva, la pregunta de antes sigue resonando: ¿qué es el sacerdote? ¿Un mero animador de la comunidad? ¿Un mero trabajador de obras de caridad? ¿Un mero pastor en el sentido protestante? Si el poder del que dirige una comunidad, proviene de que ha sido elegido por votación por sus fieles, no es necesaria una distinción entre lo sagrado y lo profano. El párroco posee una autoridad sagrada que proviene no de sus fieles, sino de Cristo a través de su obispo.

Autoridad sagrada, porque por ejemplo un gobernante de una nación tiene un poder, una autoridad, pero no es sagrada. Se trata de una autoridad profana, secular, cuyos límites y condiciones vienen dadas por la voluntad popular y la Ley Natural.

(El señor con gafas que hay delante de la loba, soy yo. A mí, como a Hitchcock me gusta aparecer en mis películas una vez.)

A veces, las imágenes tienen una fuerza que no la tienen las palabras. Os aconsejo que entreis en este link

Y aquí acaba este sitio que sólo busca prestar un servicio a sus hermanos sacerdotes y a algún seminarista que se deje caer por aquí. Si eres sacerdote y las razones aquí expuestas no te han convencido, no seas duro conmigo. Durante años se han dicho muchas razones en contra de los trajes eclesiásticos, alguien tenía que decir algo a favor. Tú y yo buscamos servir a Dios. Es lógico que entre los seguidores de Jesús existan opiniones diversas, estilos distintos. Al final, nos encontraremos con Él y nos lo explicará todo. Mientras tanto, amémonos y ayudémonos.

DATOS PERSONALES
 
José Antonio Fortea Cucurull (Barbastro, España, 1968) es sacerdote y teólogo especializado en demonología. Cursó sus estudios de Teología para el sacerdocio en la Universidad de Navarra. Se licenció en la especialidad de Historia de la Iglesia en la Facultad de Teología de Comillas. Pertenece al presbiterio de la diócesis de Alcalá de Henares (Madrid). En 1998 defendió su tesis de licenciatura "El exorcismo en la época actual" dirigida por el secretario de la Comisión para la Doctrina de la Fe de la Conferencia Episcopal Española. Actualmente está preparando en Roma su doctorado en Teología.

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