En
los comienzos del año todos nos deseamos felicidad. Pero ¿qué es la
felicidad?
Con una ya considerable frecuencia se
ocupa la prensa de determinados programas de TV, a los que llaman “rosas”.
¿Habría que llamarlos más bien, ‘listados en rosa y negro’? Sin duda que la T.V.
es ‘escuela’, crea alumnos que beben los ‘valores’, mejor dicho, los estilos o
criterios que desde cualquier programa se desean inculcar. Esos programas
‘bicolores’, ‘enganchan’ a la audiencia y lanzan a la fama a quienes, por otra
vía más sólida, hubieran tenido inaccesible esa puerta bastante más estrecha, o
quizá, nunca les hubiera estado abierta. Abundan los concursos fáciles (o mejor,
facilones), en los que desde luego no se premia el saber o el esfuerzo, sino el
simple azar; pero sobre todo hay horas y programas que ofrecen una felicidad
“chabacana”: que es algo así como presentar la cuadratura del
círculo.
En los años finales de su ceguera,
Lolo llegó a alcanzar el ‘ver’ la TV en blanco y negro. Y refiriéndose a algún
programa americano escribió este artículo que hoy se ofrece. También tiene otro
artículo que, simplemente, tituló “FELICIDAD” (publicado en 1961) y que
es una encuesta a personajes de relieve social de las Artes, de la Iglesia y de
la Literatura: ¿Qué es la felicidad?, es la cuestión a la que cada uno de
los entrevistados responde.
A propósito de ese programa prometido
en Norteamérica, que iba a conducir Marlene Dietrich, ‘profesora de felicidad’,
escribió Manuel Lozano en 1958:
“La dicha está así en todos los labios, aunque pocos sean los
que se dedican a clavarle los dientes. Parece que con deseársela a los demás
quedáramos ya exentos del deber de encararnos con esos sus ojos tremendos, sí, y
misteriosos de esfinge, pero en cuyo fondo titila la clave del propio
destino”.
A partir de esa afirmación va a
profundizar, en los renglones siguientes, en su concepto de
felicidad. Su
tesis parece como un eco agustiniano: la felicidad nace más bien desde un campo
y medidas del espíritu.
Releer aquel ya lejano artículo de
Manuel Lozano Garrido sobre ‘clases de felicidad’, ofrecidas desde la tele,
puede ofrecer pistas de reflexión y criterios para enjuiciar otras recetas de
felicidad que nos están ofreciendo, muchas veces con gritos y peleas zafias,
desde las pantallas de alguna Tv. Pero no hay que quedarse en la crítica ¡y se
acabó! Mejor es decir: que a todos nos aproveche para una profundización ante
ese hecho, para un juicio, y por supuesto para una consecuente
actuación.
Rafael Higueras
*
* *
CARTA A MARLENE
DIETRICH,
PROFESORA DE FELICIDAD EN
T.V.
Manuel Lozano Garrido
Revista “LINARES”, nº 90; diciembre 1958
“La que fue famosa actriz, Marlene Dietrich, va a iniciar unas clases de
felicidad en la televisión americana, para las que ya ha recibido unas 2.000
cartas.”
(De la
Prensa.)
No quisiera
estar en la piel de ese ranchero de Arizona que ahora tiene una vaca mecánica y
cuida maíces híbridos en las praderas glorificadas por Zane Grey y los
“westernd”. Las otras noches, cuando abría el receptor, saboreando de antemano
un nuevo triunfo de su equipo, los “Yankees”, la pantalla le dio la cara
angulosa de una belleza en declive, y las cejas huídas de usted.
En 1917,
mister Rymond esperó a los “boches” en las trincheras, y cantaba el
“Lili Marlen” cuando a la tarde se alcanzaba la nostalgia de las noches
en el Moulin Rouge. Con el reembarque, el hombre se llevó a la granja una nueva
mentalidad, que se le pegaba dulcemente a las gracias apenas entrevistas de la
vieja Europa.
Cuando, con
el sonoro, usted dio a gustar el extraño brebaje de su raíz de valkiria y el
recurso de las piernas desnudas siempre al aire, mister Raymond puso en usted un
deseo idealizado y cierta aspiración que le compensara del hambre, el odio y la
sangre de las horas de centinela.
Ahora, él es
un ranchero, con la planta madura del Gary Cooper de “Solo ante el peligro”, y
tiene en las sienes la misma pelusa nevada de las gacelas en la frente. Si la
mano crispada del caballista se abriera ahora ante nosotros, unos pétalos
estrangulados dirían bastante de esa ilusión que, con las de Mary
Pickford y Greta Garbo, se le han sepultado en las arrugas
inmaquillables de usted. No obstante, espero que la serenidad y el saldo de la
vida le habrán dado también la luz necesaria para encararse y perfilarle las
facciones a la verdad.
Pero,
hablando de canas, olvido una aclaración. Yo nada tengo contra Marlene,
y, créame, no es a usted a quien hoy busco en una puntualización, sino a lo que
en su persona han querido simbolizar los que le llevan a una cátedra de
felicidad en T.V. y lo que a su vez, buscan esas 2.000 chicas que le
escriben.
Con la
felicidad ocurre como con esas cucharillas de los regalos de boda, que van de
mano en mano, como un alivio de compromiso, sin que nadie insista en
quedárselas. En la boda o el cumpleaños, la reválida o la fiesta solemne,
“Felicidades” es un cómodo recurso que nos autoriza a cumplir sin
desgaste. La dicha está así en todos los labios, aunque pocos sean los que se
dedican a clavarle los dientes. Parece que con deseársela a los demás quedáramos
ya exentos del deber de encararnos con esos sus ojos tremendos, sí, y
misteriosos de esfinge, pero en cuyo fondo titila la clave del propio
destino.
Y, sin
embargo, felicidad es el concepto más íntimo y vital, la idea-eje de la
existencia, tan trascendente como la misma de Dios, puesto que él incorpora su
realización absoluta. Ser o no ser feliz es una posibilidad que debía
escalofriarnos aún más que la inminencia de una angina de pecho. No obstante, un
miedo cerval a nosotros mismos, ese pánico que lleva a posiciones disparatadas,
ha creado cierta inversión confusa de medios y fin, como esas situaciones de
moneda provisional que acaban por olvidar el valor de la divisa.
La
felicidad es, ante todo, un destino espiritual, o, mejor, un estado de
perfección del alma, que se ultima sobre ese hecho que es nuestra dependencia
corporal. Pero en la conjunción humana, la materia es siempre una ordenación que
se subordina al valor absoluto del alma. La felicidad tangible no es recusable
en tanto sirva, y no lastra la más alta gracia de las potencias. Lo que
contabiliza al fin es la liquidación favorable del espíritu, pues aún a la
adversidad sensible, lo que llamamos desgracia, cabe enrolarla con la simple
aceptación, como esas operaciones negativas de álgebra que al fin quedan
resueltas bajo el signo de la suma. Gide decía que “la felicidad está
en la aceptación”, y Salvaneschi lo justificaba en que “todo lo
que se acepta cambia de sentido”.
Pero, como
le decía, hemos aprendido a caminar con truco por el camino de la felicidad. Un
buen día viene alguien con nuestro cartel de “fin de partida” descolgado, nos
lo clava a la sombra del cuerpo y, claro, economistas del esfuerzo, amigos del
escape y la componenda, nos sentimos halagados y nos entregamos al dormir
placentero. Es así sólo como nuestra isla interior queda emparedada por la línea
concreta de los cinco sentidos. Lo que importa es el goce ocasional, aunque ya
en la misma posesión nos sintamos corroídos por las propias limitaciones del
placer.
El deseo de
los rasgos físicos, la noche de “whisky” y el vértigo de la ruleta están minados
por la misma transitoriedad que las pompitas de jabón de los niños. Así lo
reconocemos, y, no obstante, se ha llegado a crear toda una “mística de la dicha
sensible”. Voces conscientes se aterran ya del fin esquizofrénico de esas
muchedumbres que, ahí en Norteamérica y ya en Europa, devoran en las farmacias
un botín dicho de “píldoras de la felicidad”.
A
la Sagan
se la sigue, aún con el empacho, el asco y la dentera de la carne, porque la
vorágine de los cuerpos desnudos bajo el sol asordinan lo trágico de la
desolación interior. Margaret y Townsend, Robín, Soraya y lo que usted
significa, están hoy en olor de juventudes en fuga, glorificados por esas
muchedumbres con espíritu de andaderas que suspiran por la felicidad de saldo,
la dicha transferida, aunque ésta desemboque en el lanzamiento desde el octavo
piso o el escape de gas.
Lo que, en
resumen, quiero decirle es que difícilmente se cumple una misión leal apoyándola
sobre el egoísmo, la evasión interior y el deseo ilimitado. La felicidad es
una activa, sencilla y esforzada germinación interior que hay que fructificar
con luz y renuncia, sol, heridas y sobre todo, con la petición humilde del riego
a quien vela por nosotros.
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