La Congregación
para la Doctrina de la Fe, oído el parecer del Pontificio Consejo para los
Laicos, ha estimado oportuno publicar la presente
Nota
doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de
los católicos en la vida política.
La Nota se dirige a los
Obispos de la Iglesia Católica y, de especial modo, a los políticos católicos
y a todos los fieles laicos llamados a la participación en la vida pública y
política en las sociedades democráticas.
I. Una enseñanza
constante
1.
El compromiso del cristiano en el mundo, en dos mil años de historia, se ha
expresado en diferentes modos. Uno de ellos ha sido el de la participación en
la acción política: Los cristianos, afirmaba un escritor eclesiástico de
los primeros siglos, «cumplen todos sus deberes de ciudadanos».[1]
La Iglesia venera entre sus Santos a numerosos hombres y mujeres que han
servido a Dios a través de su generoso compromiso en las actividades políticas
y de gobierno. Entre ellos, Santo Tomás Moro, proclamado Patrón de los
Gobernantes y Políticos, que supo testimoniar hasta el martirio la «inalienable dignidad de la conciencia»
[2].
Aunque sometido a diversas formas de presión psicológica, rechazó toda
componenda, y sin abandonar «la constante fidelidad
a la autoridad y a las instituciones»que
lo distinguía, afirmó con su vida y su muerte que«el
hombre no se puede separar de Dios, ni la política de la moral»
[3].
Las
actuales sociedades democráticas, en las que loablemente
[4]
todos son hechos partícipes de la gestión de la cosa pública en un clima de
verdadera libertad, exigen nuevas y más amplias formas de participación en
la vida pública por parte de los ciudadanos, cristianos y no cristianos. En
efecto, todos pueden contribuir por medio del voto a la elección de los
legisladores y gobernantes y, a través de varios modos, a la formación de
las orientaciones políticas y las opciones legislativas que, según ellos,
favorecen mayormente el bien común.
[5]
La vida en un sistema político democrático no podría desarrollarse
provechosamente sin la activa, responsable y generosa participación de todos,
«si bien con diversidad y complementariedad de
formas, niveles, tareas yresponsabilidades»
[6].
Mediante
el cumplimiento de los deberes civiles comunes, «de acuerdo
con su conciencia cristiana»,
[7]
en conformidad con los valores que son congruentes con ella, los fieles laicos
desarrollan también sus tareas propias de animar cristianamente el orden
temporal, respetando su naturaleza y legítima autonomía,
[8]
y cooperando con los demás, ciudadanos según la competencia específica y
bajo la propia responsabilidad.
[9]
Consecuencia de esta fundamental enseñanza del Concilio Vaticano II es que «los
fieles laicos
de ningún modo pueden
abdicar de la participación en la “política”;
es decir, en la multiforme y variada acción económica, social,
legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e
institucionalmente el
bien común»,
[10]
que comprende la promoción y defensa de bienes tales como el orden público y
la paz, la libertad y la igualdad, el respeto de la vida humana y el ambiente,
la justicia, la solidaridad, etc.
La
presente
Nota no pretende reproponer
la entera enseñanza de la Iglesia en esta materia, resumida por otra parte,
en sus líneas esenciales, en el
Catecismo
de la Iglesia Católica, sino solamente recordar algunos principios
propios de la conciencia cristiana, que inspiran el compromiso social y político
de los católicos en las sociedades democráticas.
[11]
Y ello porque, en estos últimos tiempos, a menudo por la urgencia de los
acontecimientos, han aparecido orientaciones ambiguas y posiciones
discutibles, que hacen oportuna la clarificación de aspectos y dimensiones
importantes de la cuestión.
II. Algunos puntos críticos en el actual debate
cultural y político
2.
La sociedad civil se encuentra hoy dentro de un complejo proceso cultural que
marca el fin de una época y la incertidumbre por la nueva que emerge al
horizonte. Las grandes conquistas de las que somos espectadores nos impulsan a
comprobar el camino positivo que la humanidad ha realizado en el progreso y la
adquisición de condiciones de vida más humanas. La mayor responsabilidad
hacia Países en vías de desarrollo es ciertamente una señal de gran
relieve, que muestra la creciente sensibilidad por el bien común. Junto a
ello, no es posible callar, por otra parte, sobre los graves peligros hacia
los que algunas tendencias culturales tratan de orientar las legislaciones y,
por consiguiente, los comportamientos de las futuras generaciones.
Se
puede verificar hoy un cierto relativismo cultural, que se hace evidente en la
teorización y defensa del pluralismo ético, que determina la decadencia y
disolución de la razón y los principios de la ley moral natural.
Desafortunadamente, como consecuencia de esta tendencia, no es extraño hallar
en declaraciones públicas afirmaciones según las cuales tal pluralismo ético
es la condición de posibilidad de la democracia
[12].
Ocurre así que, por una parte, los ciudadanos reivindican la más completa
autonomía para sus propias preferencias morales, mientras que, por otra
parte, los legisladores creen que respetan esa libertad formulando leyes que
prescinden de los principios de la ética natural, limitándose a la
condescendencia con ciertas orientaciones culturales o morales transitorias,
[13]
como si todas las posibles concepciones de la vida tuvieran igual valor. Al
mismo tiempo, invocando engañosamente la tolerancia, se pide a una buena
parte de los ciudadanos – incluidos los católicos – que renuncien a
contribuir a la vida social y política de sus propios Países, según la
concepción de la persona y del bien común que consideran humanamente
verdadera y justa, a través de los medios lícitos que el orden jurídico
democrático pone a disposición de todos los miembros de la comunidad política.
La historia del siglo XX es prueba suficiente de que la razón está de la
parte de aquellos ciudadanos que consideran falsa la tesis relativista, según
la cual no existe una norma moral, arraigada en la naturaleza misma del ser
humano, a cuyo juicio se tiene que someter toda concepción del hombre, del
bien común y del Estado.
3. Esta concepción relativista del pluralismo no tiene nada que ver con la
legítima libertad de los ciudadanos católicos de elegir, entre las opiniones
políticas compatibles con la fe y la ley moral natural, aquella que, según
el propio criterio, se conforma mejor a las exigencias del bien común. La
libertad política no está ni puede estar basada en la idea relativista según
la cual todas las concepciones sobre el bien del hombre son igualmente
verdaderas y tienen el mismo valor, sino sobre el hecho de que las actividades
políticas apuntan caso por caso hacia la realización extremadamente concreta
del verdadero bien humano y social en un contexto histórico, geográfico,
económico, tecnológico y cultural bien determinado. La pluralidad de las
orientaciones y soluciones, que deben ser en todo caso moralmente aceptables,
surge precisamente de la concreción de los hechos particulares y de la
diversidad de las circunstancias. No es tarea de la Iglesia formular
soluciones concretas – y menos todavía soluciones únicas – para
cuestiones temporales, que Dios ha dejado al juicio libre y responsable de
cada uno. Sin embargo, la Iglesia tiene el derecho y el deber de pronunciar
juicios morales sobre realidades temporales cuando lo exija la fe o la ley
moral.
[14]
Si el cristiano debe «reconocer la legítima
pluralidad de opiniones temporales»,
[15]
también está llamado a disentir de una concepción del pluralismo en clave
de relativismo moral, nociva para la misma vida democrática, pues ésta tiene
necesidad de fundamentos verdaderos y sólidos, esto es, de principios éticos
que, por su naturaleza y papel fundacional de la vida social, no son
“negociables”.
En
el plano de la militancia política concreta, es importante hacer notar que el
carácter contingente de algunas opciones en materia social, el hecho de que a
menudo sean moralmente posibles diversas estrategias para realizar o
garantizar un mismo valor sustancial de fondo, la posibilidad de interpretar
de manera diferente algunos principios básicos de la teoría política, y la
complejidad técnica de buena parte de los problemas políticos, explican el
hecho de que generalmente pueda darse una pluralidad de partidos en los cuales
puedan militar los católicos para ejercitar – particularmente por la
representación parlamentaria – su derecho-deber de participar en la
construcción de la vida civil de su País.
[16]
Esta obvia constatación no puede ser confundida, sin embargo, con un
indistinto pluralismo en la elección de los principios morales y los valores
sustanciales a los cuales se hace referencia. La legítima pluralidad de
opciones temporales mantiene íntegra la matriz de la que proviene el
compromiso de los católicos en la política, que hace referencia directa a la
doctrina moral y social cristiana. Sobre esta enseñanza los laicos católicos
están obligados a confrontarse siempre para tener la certeza de que la propia
participación en la vida política esté caracterizada por una coherente
responsabilidad hacia las realidades temporales.
La
Iglesia es consciente de que la vía de la democracia, aunque sin duda expresa
mejor la participación directa de los ciudadanos en las opciones políticas,
sólo se hace posible en la medida en que se funda sobre una recta concepción
de la
persona.
[17]
Se trata de un principio sobre el que los católicos no pueden admitir
componendas, pues de lo contrario se menoscabaría el testimonio de la fe
cristiana en el mundo y la unidad y coherencia interior de los mismos fieles.
La estructura democrática sobre la cual un Estado moderno pretende
construirse sería sumamente frágil si no pusiera como fundamento propio la
centralidad de la persona. El respeto de la persona es, por lo demás, lo que
hace posible la participación democrática. Como enseña el Concilio Vaticano
II, la tutela «de los derechos de la persona es
condición necesaria para que los ciudadanos, como individuos o como miembros
de asociaciones, puedan participar activamente en la vida y en el gobierno de
la cosa pública»
[18].
4. A partir de aquí se extiende la compleja red de problemáticas actuales,
que no pueden compararse con las temáticas tratadas en siglos pasados. La
conquista científica, en efecto, ha permitido alcanzar objetivos que sacuden
la conciencia e imponen la necesidad de encontrar soluciones capaces de
respetar, de manera coherente y sólida, los principios éticos. Se asiste, en
cambio, a tentativos legislativos que, sin preocuparse de las consecuencias
que se derivan para la existencia y el futuro de los pueblos en la formación
de la cultura y los comportamientos sociales, se proponen destruir el
principio de la intangibilidad de la vida humana. Los católicos, en esta
grave circunstancia, tienen el derecho y el deber de intervenir para recordar
el sentido más profundo de la vida y la responsabilidad que todos tienen ante
ella. Juan Pablo II, en línea con la enseñanza constante de la Iglesia, ha
reiterado muchas veces que quienes se comprometen directamente en la acción
legislativa tienen la «precisa obligación de oponerse» a toda ley que
atente contra la vida humana. Para ellos, como para todo católico, vale la
imposibilidad de participar en campañas de opinión a favor de semejantes
leyes, y a ninguno de ellos les está permitido apoyarlas con el propio voto.
[19]
Esto no impide, como enseña Juan Pablo II en la Encíclica
Evangelium vitae a propósito del caso en que no fuera posible
evitar o abrogar completamente una ley abortista en vigor o que está por ser
sometida a votación, que «un parlamentario, cuya absoluta oposición
personal al aborto sea clara y notoria a todos, pueda lícitamente ofrecer su
apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así
los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública».
[20]
En
tal contexto, hay que añadir que la conciencia cristiana bien formada no
permite a nadie favorecer con el propio voto la realización de un programa
político o la aprobación de una ley particular que contengan propuestas
alternativas o contrarias a los contenidos fundamentales de la fe y la moral.
Ya que las verdades de fe constituyen una unidad inseparable, no es lógico el
aislamiento de uno solo de sus contenidos en detrimento de la totalidad de la
doctrina católica. El compromiso político a favor de un aspecto aislado de
la doctrina social de la Iglesia no basta para satisfacer la responsabilidad
de la búsqueda del bien común en su totalidad. Ni tampoco el católico puede
delegar en otros el compromiso cristiano que proviene del evangelio de
Jesucristo, para que la verdad sobre el hombre y el mundo pueda ser anunciada
y realizada.
Cuando
la acción política tiene que ver con principios morales que no admiten
derogaciones, excepciones o compromiso alguno, es cuando el empeño de los católicos
se hace más evidente y cargado de responsabilidad. Ante estas
exigencias éticas fundamentales e irrenunciables, en efecto, los
creyentes deben saber que está en juego la esencia del orden moral, que
concierne al bien integral de la persona. Este es el caso de las leyes civiles
en materia de
aborto y
eutanasia
(que no hay que confundir con la renuncia al
ensañamiento
terapéutico, que es moralmente legítima), que deben tutelar el derecho
primario a la vida desde de su concepción hasta su término natural. Del
mismo modo, hay que insistir en el deber de respetar y proteger los derechos
del
embrión humano. Análogamente,
debe ser salvaguardada la tutela y la promoción de la
familia, fundada en el matrimonio monogámico entre personas de sexo
opuesto y protegida en su unidad y estabilidad, frente a las leyes modernas
sobre el divorcio. A la familia no pueden ser jurídicamente equiparadas otras
formas de convivencia, ni éstas pueden recibir, en cuánto tales,
reconocimiento legal. Así también, la libertad de los padres en la
educación de sus hijos es un derecho inalienable, reconocido además
en las Declaraciones internacionales de los derechos humanos. Del mismo modo,
se debe pensar en la
tutela social de
los menores y en la liberación de las víctimas de las
modernas formas de esclavitud (piénsese, por ejemplo, en la droga y
la explotación de la prostitución). No puede quedar fuera de este elenco el
derecho a la
libertad religiosa y el
desarrollo de una
economía que esté
al servicio de la persona y del bien común, en el respeto de la justicia
social, del principio de solidaridad humana y de subsidiariedad, según el
cual deben ser reconocidos, respetados y promovidos «los
derechos de las personas, de las familias y de las asociaciones, así como su
ejercicio».
[21]
Finalmente, cómo no contemplar entre los citados ejemplos el gran tema de la
paz.
Una visión irenista e ideológica tiende a veces a secularizar el valor de la
paz mientras, en otros casos, se cede a un juicio ético sumario, olvidando la
complejidad de las razones en cuestión. La paz es siempre «obra de la
justicia y efecto de la caridad»;
[22]
exige el rechazo radical y absoluto de la violencia y el terrorismo, y
requiere un compromiso constante y vigilante por parte de los que tienen la
responsabilidad política.
III. Principios de la doctrina católica acerca
del laicismo y el pluralismo
5.
Ante estas problemáticas, si bien es lícito pensar en la utilización de una
pluralidad de metodologías que reflejen sensibilidades y culturas diferentes,
ningún fiel puede, sin embargo, apelar al principio del pluralismo y autonomía
de los laicos en política, para favorecer soluciones que comprometan o
menoscaben la salvaguardia de las exigencias éticas fundamentales para el
bien común de la sociedad. No se trata en sí de “valores confesionales”,
pues tales exigencias éticas están radicadas en el ser humano y pertenecen a
la ley moral natural. Éstas no exigen de suyo en quien las defiende una
profesión de fe cristiana, si bien la doctrina de la Iglesia las confirma y
tutela siempre y en todas partes, como servicio desinteresado a la verdad
sobre el hombre y el bien común de la sociedad civil. Por lo demás, no se
puede negar que la política debe hacer también referencia a principios
dotados de valor absoluto, precisamente porque están al servicio de la
dignidad de la persona y del verdadero progreso humano.
6.
La frecuentemente referencia a la “
laicidad”,
que debería guiar el compromiso de los católicos, requiere una clarificación
no solamente terminológica. La promoción en conciencia del bien común de la
sociedad política no tiene nada qué ver con la “confesionalidad” o la
intolerancia religiosa. Para la doctrina moral católica, la laicidad,
entendida como autonomía de la esfera civil y política de la esfera
religiosa y eclesiástica –
nunca de
la esfera moral –, es un valor adquirido y reconocido por la Iglesia, y
pertenece al patrimonio de civilización alcanzado.
[23]
Juan Pablo II ha puesto varias veces en guardia contra los peligros derivados
de cualquier tipo de confusión entre la esfera religiosa y la esfera política.
«Son particularmente delicadas las situaciones en
las que una norma específicamente religiosa se convierte o tiende a
convertirse en ley del Estado, sin que se tenga en debida cuenta la distinción
entre las competencias de la religión y las de la sociedad política.
Identificar la ley religiosa con la civil puede, de hecho, sofocar la libertad
religiosa e incluso limitar o negar otros derechos humanos inalienables».
[24]
Todos los fieles son bien conscientes de que los actos específicamente
religiosos (profesión de fe, cumplimiento de actos de culto y sacramentos,
doctrinas teológicas, comunicación recíproca entre las autoridades
religiosas y los fieles, etc.) quedan fuera de la competencia del Estado, el
cual no debe entrometerse ni para exigirlos o para impedirlos, salvo por
razones de orden público. El reconocimiento de los derechos civiles y políticos,
y la administración de servicios públicos no pueden ser condicionados por
convicciones o prestaciones de naturaleza religiosa por parte de los
ciudadanos.
Una
cuestión completamente diferente es el derecho-deber que tienen los
ciudadanos católicos, como todos los demás, de buscar sinceramente la verdad
y promover y defender, con medios lícitos, las verdades morales sobre la vida
social, la justicia, la libertad, el respeto a la vida y todos los demás
derechos de la persona. El hecho de que algunas de estas verdades también
sean enseñadas por la Iglesia, no disminuye la legitimidad civil y la
“laicidad” del compromiso de quienes se identifican con ellas,
independientemente del papel que la búsqueda racional y la confirmación
procedente de la fe hayan desarrollado en la adquisición de tales
convicciones. En efecto, la “laicidad” indica en primer lugar la actitud
de quien respeta las verdades que emanan del conocimiento natural sobre el
hombre que vive en sociedad, aunque tales verdades sean enseñadas al mismo
tiempo por una religión específica, pues la verdad es una. Sería un error
confundir la justa autonomía que
los católicos deben asumir en política, con la reivindicación de un
principio que prescinda de la enseñanza moral y social de la Iglesia.
Con
su intervención en este ámbito, el Magisterio de la Iglesia no quiere
ejercer un poder político ni eliminar la libertad de opinión de los católicos
sobre cuestiones contingentes. Busca, en cambio –en cumplimiento de su
deber– instruir e iluminar la conciencia de los fieles, sobre todo de los
que están comprometidos en la vida política, para que su acción esté
siempre al servicio de la promoción integral de la persona y del bien común.
La enseñanza social de la Iglesia no es una intromisión en el gobierno de
los diferentes Países. Plantea ciertamente, en la conciencia única y
unitaria de los fieles laicos, un deber moral de coherencia. «En
su existencia no puede haber dos vidas paralelas: por una parte, la denominada
vida “espiritual”, con sus valores y exigencias; y por otra, la denominada
vida “secular”, esto es, la vida de familia, del trabajo, de las
relaciones sociales, del compromiso político y de la cultura. El sarmiento,
arraigado en la vid que es Cristo, da fruto en cada sector de la acción y de
la existencia. En efecto, todos los campos de la vida laical entran en el
designio de Dios, que los quiere como el “lugar histórico” de la
manifestación y realización de la caridad de Jesucristo para gloria del
Padre y servicio a los hermanos. Toda actividad, situación, esfuerzo concreto
–como por ejemplo la competencia profesional y la solidaridad en el trabajo,
el amor y la entrega a la familia y a la educación de los hijos, el servicio
social y político, la propuesta de la verdad en el ámbito de la cultura–
constituye una ocasión providencial para un “continuo ejercicio de la fe,
de la esperanza y de la caridad”».
[25]
Vivir y actuar políticamente en conformidad con la propia conciencia no es un
acomodarse en posiciones extrañas al compromiso político o en una forma de
confesionalidad, sino expresión de la aportación de los cristianos para que,
a través de la política, se instaure un ordenamiento social más justo y
coherente con la dignidad de la persona humana.
En las sociedades democráticas todas las propuestas son discutidas y
examinadas libremente. Aquellos que, en nombre del respeto de la conciencia
individual, pretendieran ver en el deber moral de los cristianos de ser
coherentes con la propia conciencia un motivo para descalificarlos políticamente,
negándoles la legitimidad de actuar en política de acuerdo con las propias
convicciones acerca del bien común, incurrirían en una forma de
laicismo
intolerante. En esta perspectiva, en efecto, se quiere negar no sólo la
relevancia política y cultural de la fe cristiana, sino hasta la misma
posibilidad de una ética natural. Si así fuera, se abriría el camino a una
anarquía moral, que no podría identificarse nunca con forma alguna de legítimo
pluralismo. El abuso del más fuerte sobre el débil sería la consecuencia
obvia de esta actitud. La marginalización del Cristianismo, por otra parte,
no favorecería ciertamente el futuro de proyecto alguno de sociedad ni la
concordia entre los pueblos, sino que pondría más bien en peligro los mismos
fundamentos espirituales y culturales de la civilización.
[26]
IV. Consideraciones sobre aspectos particulares
7.
En circunstancias recientes ha ocurrido que, incluso en el seno de algunas
asociaciones u organizaciones de inspiración católica, han surgido
orientaciones de apoyo a fuerzas y movimientos políticos que han expresado
posiciones contrarias a la enseñanza moral y social de la Iglesia en
cuestiones éticas fundamentales. Tales opciones y posiciones, siendo
contradictorios con los principios básicos de la conciencia cristiana, son
incompatibles con la pertenencia a asociaciones u organizaciones que se
definen católicas. Análogamente, hay que hacer notar que en ciertos países
algunas revistas y periódicos católicos, en ocasión de toma de decisiones
políticas, han orientado a los lectores de manera ambigua e incoherente,
induciendo a error acerca del sentido de la autonomía de los católicos en
política y sin tener en consideración los principios a los que se ha hecho
referencia.
La
fe en Jesucristo, que se ha definido a sí mismo «camino, verdad y vida» (Jn
14,6), exige a los cristianos el esfuerzo de entregarse con mayor diligencia
en la construcción de una cultura que, inspirada en el Evangelio, reproponga
el patrimonio de valores y contenidos de la Tradición católica. La necesidad
de presentar en términos culturales modernos el fruto de la herencia
espiritual, intelectual y moral del catolicismo se presenta hoy con urgencia
impostergable, para evitar además, entre otras cosas, una diáspora cultural
de los católicos. Por otra parte, el espesor cultural alcanzado y la madura
experiencia de compromiso político que los católicos han sabido desarrollar
en distintos países, especialmente en los decenios posteriores a la Segunda
Guerra Mundial, no deben provocar complejo alguno de inferioridad frente a
otras propuestas que la historia reciente ha demostrado débiles o
radicalmente fallidas. Es insuficiente y reductivo pensar que el compromiso
social de los católicos se deba limitar a una simple transformación de las
estructuras, pues si en la base no hay una cultura capaz de acoger, justificar
y proyectar las instancias que derivan de la fe y la moral, las
transformaciones se apoyarán siempre sobre fundamentos frágiles.
La
fe nunca ha pretendido encerrar los contenidos socio-políticos en un esquema
rígido, conciente de que la dimensión histórica en la que el hombre vive
impone verificar la presencia de situaciones imperfectas y a menudo rápidamente
mutables. Bajo este aspecto deben ser rechazadas las posiciones políticas y
los comportamientos que se inspiran en una visión utópica, la cual,
cambiando la tradición de la fe bíblica en una especie de profetismo sin
Dios, instrumentaliza el mensaje religioso, dirigiendo la conciencia hacia una
esperanza solamente terrena, que anula o redimensiona la tensión cristiana
hacia la vida eterna.
Al
mismo tiempo, la Iglesia enseña que la auténtica libertad no existe sin la
verdad. «Verdad y libertad, o bien van juntas o
juntas perecen miserablemente», ha escrito Juan Pablo II.
[27]
En una sociedad donde no se llama la atención sobre la verdad ni se la trata
de alcanzar, se debilita toda forma de ejercicio auténtico de la libertad,
abriendo el camino al libertinaje y al individualismo, perjudiciales para la
tutela del bien de la persona y de la entera sociedad.
8.
En tal sentido, es bueno recordar una verdad que hoy la opinión pública
corriente no siempre percibe o formula con exactitud: El derecho a la libertad
de conciencia, y en especial a la libertad religiosa, proclamada por la
Declaración
Dignitatis humanæ del
Concilio Vaticano II, se basa en la dignidad ontológica de la persona humana,
y de ningún modo en una inexistente igualdad entre las religiones y los
sistemas culturales.
[28] En esta línea, el Papa
Pablo VI ha afirmado que «el Concilio de ningún modo funda este derecho a la
libertad religiosa sobre el supuesto hecho de que todas las religiones y todas
las doctrinas, incluso erróneas, tendrían un valor más o menos igual; lo
funda en cambio sobre la dignidad de la persona humana, la cual exige no ser
sometida a contradicciones externas, que tienden a oprimir la conciencia en la
búsqueda de la verdadera religión y en la adhesión a ella».
[29]
La afirmación de la libertad de conciencia y de la libertad religiosa, por lo
tanto, no contradice en nada la condena del indiferentísimo y del relativismo
religioso por parte de la doctrina católica,
[30]
sino que le es plenamente coherente.
V. Conclusión
9.
Las orientaciones contenidas en la presente Nota
quieren iluminar uno de los aspectos más importantes de la unidad de vida que
caracteriza al cristiano: La coherencia entre fe y vida, entre evangelio y
cultura, recordada por el Concilio Vaticano II. Éste exhorta a los fieles a
«cumplir con fidelidad sus deberes temporales,
guiados siempre por el espíritu evangélico. Se equivocan los cristianos que,
pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura,
consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta de que
la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de
todas ellas, según la vocación personal de cada uno». Alégrense
los fieles cristianos«de poder ejercer
todas sus actividades temporales haciendo una síntesis vital del esfuerzo
humano, familiar, profesional, científico o técnico, con los valores
religiosos, bajo cuya altísima jerarquía todo coopera a la gloria de Dios».
[31]
El Sumo Pontífice Juan Pablo II, en la audiencia del
21 de noviembre de 2002, ha aprobado la presente Nota, decidida en la Sesión
Ordinaria de esta Congregación, y ha ordenado que sea publicada.
Dado
en Roma, en la sede de la Congregación por la Doctrina de la Fe, el 24 de
noviembre de 2002, Solemnidad de N. S Jesús Cristo, Rey del universo.
XJOSEPH CARD. RATZINGER
Prefecto
XTARCISIO BERTONE, S.D.B.
Arzobispo emérito de Vercelli
Secretario
Notas
[1]CARTA A DIOGNETO, 5, 5, Cfr. Ver también Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 2240.
[2]JUAN PABLO II, Carta Encíclica Motu
Proprio dada para la proclamación de Santo Tomás Moro Patrón de los
Gobernantes y Políticos, n. 1, AAS 93 (2001) 76-80.
[3]JUAN PABLO II, Carta Encíclica Motu
Proprio dada para la proclamación de Santo Tomás Moro Patrón de los
Gobernantes y Políticos, n. 4.
[4]Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n 31; Catecismo
de la Iglesia Católica, n. 1915.
[5]Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n 75.
[6]JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Christifideles laici, n. 42, AAS 81 (1989) 393-521. Esta nota
doctrinal se refiere obviamente al compromiso político de los fieles
laicos. Los Pastores tienen el derecho y el deber de proponer los
principios morales también en el orden social; «sin embargo, la
participación activa en los partidos políticos está reservada a los
laicos» (JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Christifideles
laici, n. 69). Cfr. Ver también CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, 31-I-1994,
n. 33.
[7]CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium
et spes, n 76.
[8]Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n 36.
[9]Cfr. CONCILIO VATICANO II, Decreto Apostolicam
actuositatem, 7; Constitución Dogmática Lumen
gentium, n. 36 y Constitución Pastoral Gaudium
et spes, nn. 31 y 43.
[10]JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Christifideles
laici, n. 42.
[11]En los últimos dos siglos, muchas veces el Magisterio Pontificio se ha
ocupado de las cuestiones principales acerca del orden social y político.
Cfr. LEÓN XIII, Carta Encíclica Diuturnum
illud, ASS 20 (1881/82) 4ss; Carta Encíclica Immortale
Dei, ASS 18 (1885/86) 162ss, Carta Encíclica Libertas præstantissimum, ASS 20 (1887/88) 593ss; Carta Encíclica Rerum
novarum, ASS 23 (1890/91) 643ss; BENEDICTO XV, Carta Encíclica
Pacem Dei munus pulcherrimum, AAS 12 (1920) 209ss; PÍO XI, Carta Encíclica
Quadragesimo anno, AAS 23 (1931)
190ss; Carta Encíclica Mit brennender Sorge, AAS 29 (1937) 145-167; Carta Encíclica Divini
Redemptoris, AAS 29 (1937) 78ss; PÍO XII, Carta Encíclica Summi
Pontificatus, AAS 31 (1939) 423ss; Radiomessaggi
natalizi 1941-1944; JUAN XXIII, Carta Encíclica Mater et magistra, AAS 53 (1961) 401-464; Carta Encíclica Pacem
in terris AAS 55 (1963) 257-304; PABLO VI, Carta Encíclica Populorum
progressio, AAS 59 (1967) 257-299; Carta Apostólica Octogesima adveniens, AAS 63 (1971) 401-441.
[12]Cfr. JUAN PABLO II, Carta Encíclica Centesimus
annus, n. 46, AAS 83 (1991) 793-867; Carta Encíclica Veritatis splendor, n. 101, AAS 85 (1993) 1133-1228; Discurso
al Parlamento Italiano en sesión pública conjunta, en L’Osservatore
Romano, n. 5, 14-XI-2002.
[13]Cfr. JUAN PABLO II, Carta Encíclica Evangelium
vitæ, n. 22, AAS 87 (1995) 401-522.
[14]Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n 76.
[15]CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium
et spes, n 75.
[16]Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, nn. 43 y 75.
[17]Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n 25.
[18]CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium
et spes, n 73.
[19]Cfr. JUAN PABLO II, Carta Encíclica Evangelium
vitæ, n. 73.
[20]JUAN PABLO II, Carta Encíclica Evangelium
vitæ, n. 73.
[21]CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium
et spes, n 75.
[22]Catecismo de la
Iglesia Católica, n. 2304
[23]Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n 76.
[24]JUAN PABLO II, Mensaje para la
celebración de la Jornada Mundial de la Paz 1991: “Si quieres la paz,
respeta la conciencia de cada hombre”, IV, AAS 83 (1991) 410-421.
[25]JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Christifideles
laici, n. 59. La citación interna proviene del Concilio Vaticano II,
Decreto Apostolicam actuositatem,
n. 4
[26]Cfr. JUAN PABLO II, Discurso al
Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, en L’Osservatore Romano, 11 de enero de 2002.
[27]JUAN PABLO II, Carta Encíclica Fides
et ratio, n. 90, AAS 91 (1999) 5-88.
[28]Cfr. CONCILIO VATICANO II, Declaración Dignitatis
humanae, n. 1: «En
primer lugar, profesa el sagrado Concilio que Dios manifestó al género
humano el camino por el que, sirviéndole, pueden los hombres salvarse y
ser felices en Cristo. Creemos que esta única y verdadera religión
subsiste en la Iglesia Católica». Eso no quita que la Iglesia
considere con sincero respeto las varias tradiciones religiosas, más bien
reconoce «todo lo bueno y verdadero» presentes en ellas. Cfr. CONCILIO
VATICANO II,Constitución Dogmática Lumen
gentium, n. 16; Decreto Ad
gentes, n. 11; Declaración Nostra ætate, n. 2;
JUAN PABLOII, Carta Encíclica Redemptoris
missio, n. 55, AAS 83 (1991) 249-340; CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA
DE LA FE, DeclaraciónDominus
Iesus, nn. 2; 8; 21, AAS 92 (2000) 742-765.
[29]PABLO VI, Discurso al Sacro Colegio y a la Prelatura Romana, en «Insegnamenti
di Paolo VI» 14 (1976), 1088-1089).
[30]Cfr. PÍO IX, Carta Encíclica Quanta
cura, ASS 3 (1867) 162; LEÓN XIII, Carta Encíclica Immortale
Dei, ASS 18 (1885) 170-171; PÍO XI, Carta Encíclica Quas primas, AAS 17 (1925) 604-605; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2108; CONGREGACIÓN PARA LA
DOCTRINA DE LA FE, Declaración Dominus
Iesus, n. 22.
[31]CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium
et spes, n 43. Cfr. también JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Christifideles
laici, n. 59.
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