Queridos amigos y hermanos del
blog: reanudando las audiencias generales en el Vaticano, Benedicto XVI
prosiguió su «escuela de oración», «que estamos viviendo juntos» en su
catequesis, dedicada hoy al Libro del Apocalipsis. El último libro del Nuevo
Testamento, que aún siendo difícil - dijo el Papa- , contiene una gran riqueza,
pues nos pone en contacto con la oración viva y palpitante de la asamblea
cristiana, reunida en el ‘día del Señor’, telón de fondo en el que se desarrolla
todo el texto. Les ofrezco la catequesis completa del Santo Padre:
La oración en la primera parte
del Apocalipsis (Ap. 1,4-3.22)
Queridos hermanos y hermanas:
hoy, después de las vacaciones, retomamos las audiencias en el Vaticano,
continuando en esa "escuela de oración", que estoy viviendo junto a ustedes en
estas Catequesis de los miércoles.
Hoy quisiera hablar de la
oración en el libro del Apocalipsis, que, como ustedes saben, es el último del
Nuevo Testamento. Es un libro difícil, pero que contiene una gran riqueza. Este
nos pone en contacto con la oración viva y palpitante de la asamblea cristiana,
reunida "en el día del Señor" (Ap. 1,10); es esta, en efecto, la traza de fondo
en el que se mueve el texto.
Un lector presenta a la
asamblea un mensaje confiado por el Señor al evangelista Juan. El lector y la
asamblea son, por así decirlo, los dos protagonistas del desarrollo del libro; a
ellos, desde el principio, se les dirige un saludo festivo: "Dichoso el que lea
y los que escuchen las palabras de esta profecía" (1,3). Mediante el diálogo
constante entre ellos, surge una sinfonía de oración, que se desarrolla con una
gran variedad de formas hasta la conclusión. Escuchando al lector que presenta
el mensaje, escuchando y observando a la asamblea que responde, su oración
tiende a ser nuestra.
La primera parte del
Apocalipsis (1,4-3,22) tiene, en la actitud de la asamblea que ora, tres etapas
sucesivas. La primera (1,4-8) consiste en un diálogo --único caso en el Nuevo
Testamento--, que se lleva a cabo entre la asamblea apenas reunida y el lector,
el cual le dirige un saludo de bendición: "Gracia y paz a ustedes" (1,4). El
lector subraya el origen de este saludo: este deriva de la Trinidad, del Padre,
del Espíritu Santo, de Jesucristo, que participan juntos en llevar adelante el
proyecto creativo y de salvación para la humanidad. La asamblea escucha, y
cuando siente nombrar a Jesucristo, es como una explosión de alegría y responde
con entusiasmo, elevando la siguiente oración de alabanza: "Al que nos ama, y
nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados, y ha hecho de nosotros un Reino
de sacerdotes para su Dios y Padre, a él la gloria y el poder por los siglos de
los siglos. Amén" (1,5b-6). La asamblea, rodeada por el amor de Cristo, se
siente liberada de la esclavitud del pecado y se proclama "reino" de Jesucristo,
que le pertenece por completo.
Reconoce la gran misión que por
el bautismo se le ha confiado para llevar al mundo la presencia de Dios. Y
concluye su celebración de alabanza mirando de nuevo directamente a Jesús y, con
creciente entusiasmo, le reconoce "la gloria y el poder" para salvar a la
humanidad. El "amén" final, concluye el himno de alabanza a Cristo. Ya estos
primeros cuatro versículos contienen una gran riqueza de indicios para nosotros;
nos dicen que nuestra oración debe ser, ante todo, escucha de Dios que nos
habla. Inundados de tantas palabras, no estamos acostumbrados a escuchar, sobre
todo ponernos en la disposición del silencio interior y exterior para estar
atentos a lo que Dios nos quiere decir. Estos versículos nos enseñan también que
nuestra oración, a menudo solo de súplica, debe ser ante todo de alabanza a Dios
por su amor, por el don de Jesucristo, que nos ha traído la fuerza, la esperanza
y la salvación.
Una nueva intervención del
lector señala a la asamblea, aferrada al amor de Cristo, el compromiso de captar
su presencia en la propia vida. Dice: "Miren, viene acompañado de nubes; todo
ojo le verá, hasta los que le traspasaron, y por él harán duelo todas las razas"
(1,7a). Después de ascender al cielo en una "nube", símbolo de la trascendencia
(cf. Hch. 1,9), Jesucristo regresará así como subió a los cielos (cf. Hch.
1,11b). Entonces todos los pueblos lo reconocerán y, como exhorta san Juan en el
cuarto evangelio, "Mirarán al que traspasaron" (19,37). Pensarán en sus pecados,
causa de su crucifixión, y, como aquellos que lo habían visto directamente en el
Calvario, "se golpearán el pecho" (cf. Lc. 23,48) pidiéndole perdón, para seguir
en la vida y así preparar la plena comunión con Él, después de su regreso
definitivo. La asamblea reflexiona sobre este mensaje y dice: "Sí. ¡Amén!"(Ap.
1,7 b). Expresa con su "sí", la acogida plena de lo que se le ha comunicado y
pide que esto pueda convertirse en realidad. Es la oración de la asamblea, que
medita sobre el amor de Dios manifiestado de modo supremo en la Cruz, y pide de
vivir con coherencia como discípulos de Cristo.
Y esta es la respuesta de Dios:
"Yo soy el Alfa y la Omega, Aquel que es, que era y que va a venir, el
Todopoderoso" (1,8). Dios, que se revela como el principio y el final de la
historia, acepta y toma en serio la petición de la asamblea. Él ha estado, está
y estará presente y activo con su amor en los asuntos humanos, en el presente,
en el futuro, así como en el pasado, hasta llegar a la meta final. Esta es la
promesa de Dios. Y aquí nos encontramos con otro elemento importante: la oración
constante despierta en nosotros un sentido de la presencia del Señor en nuestra
vida y en la historia, y la suya es una presencia que nos sostiene, nos guía y
nos da una gran esperanza, aún en medio de la oscuridad de ciertos
acontecimientos humanos; además, cada oración, incluso aquella en la soledad más
radical, nunca es un aislarse y nunca es estéril, sino que es el elemento vital
para alimentar una vida cristiana cada vez más comprometida y coherente.
La segunda fase de la oración
de la asamblea (1,9-22) profundiza aún más la relación con Jesucristo: el Señor
aparece, habla, actúa, y la comunidad más cercana a él, escucha, reacciona y
acoge. En el mensaje presentado por el lector, san Juan relata su experiencia
personal de encuentro con Cristo: se encuentra en la isla de Patmos por causa de
la "palabra de Dios y del testimonio de Jesús" (1,9), y es el "día del Señor"
(1,10a), el domingo, en el que se celebra la Resurrección. Y san Juan está
"tomado por el Espíritu" (1,10a). El Espíritu Santo lo llena y lo renueva,
ampliando su capacidad de aceptar a Jesús, quien lo invita a escribir. La
oración de la asamblea que escucha, poco a poco asume una actitud contemplativa,
marcada por los verbos "ve", "mira": completa, es decir, lo que el lector le
propone, internalizándolo y haciéndolo suyo.
Juan oyó "una gran voz, como de
trompeta" (1,10b), la voz lo obliga a enviar un mensaje "a las siete Iglesias"
(1,11) que se encuentran en Asia Menor y, por su intermedio, a todas las
Iglesias de todos los tiempos, junto con sus Pastores. El término "voz… de
trompeta", tomada del libro del Éxodo (cf. 20,18), recuerda la manifestación
divina a Moisés en el Monte Sinaí e indica la voz de Dios que habla desde su
cielo, desde su trascendencia. Aquí es atribuida a Jesucristo Resucitado, que de
la gloria del Padre habla, con la voz de Dios, a la asamblea en oración.
Dando la vuelta "para ver la
voz" (1,12), Juan ve "siete candeleros de oro, y en medio de los candeleros,
como a un Hijo de hombre" (1,12-13), término particularmente familiar para Juan,
que le indica al mismo Jesús. Los candeleros de oro, con sus velas encendidas,
indican la Iglesia de todos los tiempos en actitud de oración en la Liturgia:
Jesús Resucitado, el "Hijo del hombre", está en medio de ella, y, revestido con
las vestiduras del sumo sacerdote del Antiguo Testamento, desarrolla la función
sacerdotal de mediador ante el Padre. En el mensaje simbólico de Juan, sigue una
manifestación luminosa de Cristo resucitado, con las características propias de
Dios, que se producen en el Antiguo Testamento. Se habla de "... cabellos
blancos, como la lana blanca, como la nieve" (1,14), símbolo de la eternidad de
Dios (cf. Dn. 7,9) y de la Resurrección. Un segundo símbolo es el del fuego, que
en el Antiguo Testamento se refiere a menudo a Dios para indicar dos
propiedades. La primera es la intensidad celosa de su amor, que anima su pacto
con el hombre (cf. Dt. 4,24).
Y es esta misma intensidad
ardiente del amor, que se lee en los ojos de Jesús resucitado: "Sus ojos como
llama de fuego" (Ap. 1,14a). El segundo es la capacidad incontenible de vencer
el mal como un "fuego devorador" (Dt. 9,3). Así que incluso "los pies" de Jesús,
en camino para enfrentar y destruir el mal, tienen el brillo del "metal
precioso" (Ap. 1,15). La voz de Jesucristo, entonces, "como voz de grandes
aguas" (1,15c), tiene el rugido impresionante "de la gloria del Dios de Israel",
que se traslada a Jerusalén, mencionado por el profeta Ezequiel (cf.
43,2).
Siguen todavía otros tres
elementos simbólicos que muestran lo que Jesús Resucitado está haciendo por su
Iglesia: la mantiene firmemente en su mano derecha –una imagen muy importante:
Jesús tiene a la Iglesia en la mano--, le habla con el poder penetrante de una
espada afilada, y le muestra el esplendor de su divinidad: "Su rostro, como el
sol cuando brilla con toda su fuerza" (Ap.1,16). Juan quedó tan impresionado por
esta maravillosa experiencia del Resucitado, que se siente desfallecido y cae
como muerto.
Después de esta experiencia de
la revelación, el Apóstol tiene delante al Señor Jesús hablando con él, lo
tranquiliza, le coloca una mano sobre la cabeza, le revela su identidad como el
Crucificado Resucitado, y le encarga transmitir su mensaje a las Iglesias (Ap.
1,17-18). Una cosa hermosa de este Dios, ante el cual desfallece y cae como
muerto. Es el amigo de la vida, y le pone su mano sobre la cabeza. Y así será
también con nosotros: somos amigos de Jesús. Por tanto, la revelación del Dios
Resucitado, del Cristo Resucitado, no será terrible, sino será el encuentro con
el amigo. Incluso la asamblea vive con Juan un momento particular de luz delante
del Señor, unido, sin embargo, a la experiencia del encuentro cotidiano con
Jesús, experimentando la riqueza del contacto con el Señor, que llena cada
espacio de la existencia.
En la tercera y última fase de
la primera parte del Apocalipsis (Ap.2-3), el lector propone a la asamblea un
mensaje séptuplo en el cual Jesús habla en primera persona. Dirigido a las siete
Iglesias en Asia Menor situadas alrededor de Éfeso, el discurso de Jesús parte
de la situación particular de cada Iglesia, para luego extenderse a las Iglesias
de todos los tiempos. Jesús entra en el corazón de la situación de cada iglesia,
haciendo énfasis en las luces y sombras, y dirigiéndoles un llamamiento urgente:
"Arrepiéntanse" (2,5.16; 3,19c), "Mantén lo que tienes" (3,11), "vuelve a tu
conducta primera" (2,5)," Sé pues ferviente y arrepiéntete" (3,19b) ... Esta
palabra de Jesús, si es escuchada con fe, de inmediato comienza a ser efectiva:
la Iglesia en oración, acogiendo la Palabra del Señor, se transforma.
Todas las iglesias deben
ponerse en una escucha atenta al Señor, abriéndose al Espíritu como Jesús pide
con insistencia repitiendo esta indicación siete veces: "El que tiene oídos,
oiga lo que el Espíritu le dice a las Iglesias" (2,7.11.17.29;3,6.13.22). La
asamblea escucha el mensaje recibiendo un estímulo para el arrepentimiento, la
conversión, la perseverancia, el crecimiento en el amor, la orientación para el
camino.
Queridos amigos,
el Apocalipsis nos presenta una comunidad reunida en oración, porque es
justamente en la oración donde experimentamos siempre en aumento, la presencia
de Jesús con nosotros y en nosotros. Cuanto más y mejor oremos con constancia,
con intensidad, tanto más nos asemejamos a Él, y Él realmente entra en nuestra
vida y la guía, dándole alegría y paz. Y cuanto más conocemos, amamos y seguimos
a Jesús, más sentimos la necesidad de permanecer en oración con Él, recibiendo
serenidad, esperanza y fuerza en nuestra vida. Gracias por su
atención.
http://padrejosemedina.blogspot.com.ar/search/label/Catequesis%20del%20Papa
No hay comentarios.:
Publicar un comentario